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SAVIA NEGRA

Dominique Pivont

 


Tam, tam tam, cuando el djembé y el hombre se funden en un solo reclamo denso que cimbra el aire, el alboroto de su ánimo dilata las entrañas, porque sin hora, en la fiesta, el entierro o la misa, retumba el vuelo cadente de un percutir que encanta.   El tambor estrangulado entre las piernas de unos músicos tallados al ton de una fibra nerviosa de ébano, hincha o contrae el ritmo y la excitación.   A la orilla del mar, Gorée, el islote de donde salió hacia América toda la negritud de los verdugos y esclavos, o en pleno polvo del desierto, el djembé, símbolo de África Oriental, desborda el sudor instintivo y enardecido por un calor mucho más allá de la piel: golpes que se repiten, multiplican y apresan su velocidad en el pecho y palmas húmedas que brillan, prolongan el frenesí con el compás de los pies, para volver a subir y bajar su percútante pam pam pam; tal vez mordaz rivalidad al repique de campana en las parroquias católicas, o vieja rebelión al embargo de los invasores.   Y cuando la danza acompaña el djembé con pasos parcos o explosión de goce, lo tangible extravía su frontera y abalanza la rabia, porque es baile negro de sangre que bulle primor imprendible.

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