COMO TODAS LAS MAÑANAS

Jesús Nieves Montero

 

Como todas las mañanas, me desperté al sentir el frío del metal en mi cuello.

            Ella lentamente y con infinita ternura me recordaba los malos momentos que le había hecho pasar, las lágrimas que por mi causa había derramado y el gran arrepentimiento que sentía por haber tomado la decisión de permanecer a mi lado. Yo me mantuve en silencio y parsimoniosamente me daba a la tarea de repasar esos episodios que ella tan vívidamente relataba, para darme cuenta a los pocos minutos que eran mentira, que formaban parte de su paranoia.

            No eran reales, no existían en nuestro pasado aquellos malos momentos ni tampoco las lágrimas (sinceramente nunca la he visto llorar) y el arrepentimiento que decía sentir, a juzgar por las apariencias, era más bien placer y satisfacción.

            Una de sus manos surcaba entre mis cabellos caminos que, simulando espejismos desérticos, se desvanecían poco después de haber sido divisados por su triste mirada. Su otra mano asía firmemente la empuñadura de madera variando de cuando en cuando la presión ejercida sobre mi piel.

            Giré mi cabeza para mirar el reloj, marcaba las seis y quince. Ya era hora de prepararse para salir, para ir a cualquier lugar, sin preferencia alguna, sólo para mantener la costumbre, mas, deliberadamente, aún sabiendo que era lunes, le permití continuar con su juego como solía hacerlo durante los fines de semana.

            Me habló de las maravillosas oportunidades que había perdido de casarse con alguno de los ricos y prometedores jóvenes (hoy exitosos caballeros) que la habían pretendido en su adolescencia y del rencor que me guardaba por haberla privado de los privilegios que bien hubiese podido estar disfrutando. Entre tanto yo sonreía y, tomando un mechón alcanzable de su largo e interminable cabello, le hice saber que el final estaba cerca.

            Previendo mis intenciones desplazó la mano que anteriormente se paseaba por el cabello hacia la nariz y la boca, tapando la primera con el índice y el pulgar y la segunda con la palma de esa mano que, amenazante, presionaba contra mi rostro.

            Terminé por quedar completamente privado de aire, contuve el aliento por el mayor tiempo posible. Debió transcurrir casi un minuto antes del comienzo de mis patadas que pretendían indicarle la inminencia de mi asfixia. Ella al instante retiró su mano propinándome una fuerte cachetada.

            Acto seguido el filo del cuchillo amenazaba mi yugular, impulsado por la rabia con que, valiéndose ahora de ambas manos, se aferraba al arma.

            -¿Qué vas a hacer? -pregunté ingenuamente.

            -Lo de siempre...  suicidarme.

            No bien había terminado de pronunciar estas últimas palabras se encaminó hacia el baño, dejándome en la cama, confundido, observando el techo de la habitación. No lo veía pero lo intuía, era un libreto que cumplíamos al pie de la letra, ella estaba en el baño vaciando algún frasco de pastillas.

Yo me levanté y entré en el baño obviando su presencia. Tomé una ducha, luego me vestí. Antes de colocarme la corbata la ayudé a beber un vomitivo. En menos de dos minutos estaba inclinada sobre el retrete expulsando de su interior el mortal veneno, dándose un día más de vida. Como todas las mañanas, antes de salir, me despidió con un apasionado beso en la boca y una gran sonrisa, presagio del amanecer del día siguiente.

                La dejé allí, profundamente sola, imaginándose nuevas locuras pero con la intención de no fallarle en ese momento crucial. Dentro de mí encontraba la seguridad de que al volver la encontraría en la terraza sorbiendo la enésima taza de té del día (la que finalmente le dé alivio) lenta, muy lentamente, hasta que el té se enfríe, ella caiga dormida y yo tenga que cargar con ella hasta la cama, para finalizar así otro día ordinario de nuestras vidas.

         

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