ESPAÑA, MACHADO Y EL TIEMPO
(2da. parte)

Jesús López Merino

EL PAISAJE Y EL HOMBRE DE ESPAÑA

 

La tarde tras los húmedos cristales,
se pinta, y en el fondo del espejo.
Y este dolor que añora o desconfía
el temblor de una lágrima reprime,
y en un resto de viril hipocresía
en el semblante pálido se imprime.

El hombre se encuentra rodeado y ligado al grisáceo terrón, al oscuro asfalto, al risco y al espino. Sin saberlo estos elementos vierten en el espíritu del hombre su savia y le confieren parte de su personalidad. Y si a estos elementos terrestres soldamos otros atmosféricos comprobamos que se reflejan en el carácter humano.  Solemos decir que los hombres de diferentes países se distinguen por las costumbres. Algo muy cierto, mas no solamente existen esas diferencias.

Tenemos, como ejemplo, Santa Teresa en España. No tenía a qué asirse aquí en la tierra; ésta era árida e inhóspita. De ahí su mirada al cielo. El era su esperanza. ¡Qué podía esperar de una tierra abrasada! Machado supo calificar la tierra castellana.

Llanuras bélicas y páramos de asceta.

El ascetismo era una realidad y a la vez una necesidad. Castilla no disponía de otras glorias. De ahí su constante elevar la vista al cielo para divisar otras magnitudes.

El hombre, de por sí, es soñador. Cuando fija su mirada soñadora en lo que denominamos inanimado, al instante, salta a la vida, cobra una personalidad que no poseía. De tal forma que una agrupación de rocas, tierra y otras materias a los ojos del hombre ya no es montaña, alcor o llano. Su capacidad soñadora lo ha transformado, lo ha ligado a su vida. La tierra, para el hombre, hace largo tiempo que dejó de ser pura geología para convertirse en alimento espiritual, en un sentimiento alegre o triste. Es una emoción que cambiará y mudará sus sentimientos.

Con la Generación del 98, en España, se comienza a escribir y hablar larga y provechosamente sobre el paisaje español. Tenemos un excelente prosista –Azorín- que nimba con su luz la, hasta entonces, apagada tierra española. Y Antonio Machado partícipe pleno de su generación acude a este resurgimiento del paisaje hispano con sus delicados y broncos versos.

Al querer examinar el paisaje español hemos de tener en cuenta lo que para mí es esencial en Machado: su visión en el tiempo. Toda su poesía se halla enmarcada en esta triple proyección: pasado, presente y futuro. Ni el paisaje se escapa a la visión en el tiempo, aunque su estado de ánimo sea un imperativo en su visión.

En cuanto a la visión humana existen las mismas categorías que se anteponen a la realidad que se estudia, no para transformarla, sino como punto de partida. Todo ello se manifiesta plenamente cuando hace referencia al hombre. El hombre ha ido evolucionando y en su evolución sorprende su disparidad del que era con el que es, y ambos con el que columbramos será, si nos atrevemos a soñarle. Cuando esta oposición se encuentra al máximo ahí seccionamos para examinar cada parte por si misma y compararla con las otras dos. Tenemos, pues, tres hombres. El hombre glorioso, que fue: durante su existencia mostró virilidad y propinó a la posteridad un nombre y una gloria. Otro menos valeroso y firme que se va muriendo poco a poco. Por último, uno que no conocemos. Este recogerá la gloria de sus antepasados y bruñirá su propio triunfo.

Machado, inmerso en el tiempo, recorre su propia España. Observa y medita en la tierra donde su otra mitad reposa soñadora. La tierra se cubre de emoción en la intimidad del poeta. Ya nunca podrá olvidar estos campos y roquedas. Con ella, con el alma de la mujer amada, recorrerá los campos y alamedas.

¿No ves, Leonor, los álamos del río
con sus ramajes yertos?
Mira el Moncayo azul y blanco; dame
tu mano y paseemos.

 Cuando intenta cantar a su tierra, donde se encontró con la vida, la voz permanece queda

¡Oh tierra en que nací!, cantar quisiera ...

Sólo unos recuerdos saltan la barrera del corazón. Intenta describir un viaje por su tierra, por los campos de Jaén, y el corazón se le va hacia Castilla.

Yo contemplo mi equipaje,
mi viejo saco de cuero;
y recuerdo otro viaje
hacia las tierras del Duero.
Otro viaje de ayer
por la tierra castellana.

Nadie elige su amor. Su corazón huyó a Castilla y allí, nacido, se ha recreado.

  Mi corazón está donde ha nacido,
        no a la vida, al amor, cerca del Duero.

Pero no todo es emoción y mundo interior del poeta. También existe el verso descriptivo y duro con el que castiga al hombre de su tiempo. En su libro “Campos de Castilla” encontramos un poema, “Por tierras de España”, en el que parece alargar los versos para mejor azotar los vicios del hombre español y mostrar su tierra maldita.

El hombre de estos campos que incendia los pinares
y su despojo aguarda como botín de guerra,
antaño hubo raído los negro encinares,
talado los robustos robledos de la sierra.
Hoy ve a sus pobres hijos huyendo de sus lares;
la tempestad llevarse los limos de la tierra
por los sagrados ríos hacia los anchos mares;
y en páramos malditos trabaja, sufre y yerra.
Es hijo de una estirpe de rudos caminantes,
pastores que conducen sus hordas de merinos
a Extremadura fértil, rebaños trashumantes
que mancha el polvo y dora el sol de los caminos.

Machado ha querido hablar del hombre –“el hombre de estos campos”- y es él quien arranca unos versos ásperos e hirientes hacia el paisaje español. El hombre lo mancha todo. Su envidia oculta y oscurece el bíblico jardín que otras veces Machado nos muestra en sus versos. A este hombre criminal y de alma fea así le describe:

Pequeño, ágil, sufrido, los ojos de hombre astuto,
hundidos, recelosos, movibles; y trazadas
cual arco de ballesta, en el semblante enjuto
de pómulos salientes, las cejas muy pobladas.

A la apariencia física dibujada corresponde un conjunto de condiciones éticas rigurosamente detestables.

Abunda el hombre malo del campo y de la aldea,
capaz de insanos vicios y crímenes bestiales,
que bajo el pardo sayo esconde un alma fea,
esclava de los siete pecados capitales.
Los ojos siempre turbios de envidia o de tristeza,
guarda su presa y llora la que el vecino alcanza,
ni para su infortunio ni goza su riqueza;
le hieren y acongojan fortuna y malandanza.

Ante este hombre la tierra se vuelve fiera. Sólo moran en ella belicosos y ascetas. Dos tipos capaces de vivir en este pequeño planeta. O la guerra o la oración. Dos formas de batallar aunque de muy distinta manera. Unos miran hacia la tierra, otros elevan el vuelo y se extasían contemplando ese páramo infinito que es el cielo castellano.

El numen de estos campos es sanguinario y fiero:
al declinar la tarde, sobre el remoto alcor,
veréis agigantarse la forma de un arquero,
la forma de un inmenso centauro flechador.
Veréis llanuras bélicas y páramos de asceta
-no fue por estos campos el bíblico jardín -:
son tierras para el águila, un trozo de planeta
por donde cruza errante la sombra de Caín.

En el poema de Alvargonzález completa el pensamiento acerca del hombre.

Mucha sangre de Caín
tiene la gente labriega.

Claramente en este poema tenemos dos visiones del paisaje. Una, cuando entre los ojos del poeta y los campos castellanos no hay ninguna interposición; y otra, cuando entre ellos se interpone el hombre castellano. Cuando el hombre no cuenta ante el paisaje su expresión es, entre otras, así:

La hermosa tierra de España
adusta, fina y guerrera
Castilla de largos ríos,
tiene un puñado de sierras
entre Soria y Burgos como
reducto de fortaleza,
como yelmos crestonados,
y Urbión es una cimera.

Sin embargo, su entonación es otra cuando penetran y toman posesión de ella los hijos de Alvargonzález:

¡Oh tierras de Alvargonzález,
en el corazón de España,
tierras pobres, tierras tristes,
tan tristes que tienen alma! ...
¡Oh pobres campos malditos,
pobres campos de mi patria!

También se encuentra aquí un vicio muy español y ya señalado. Plásticamente lo advierte no llamando por su verdadero nombre a las manos humanas cuando a dicho vicio se refiere:

Aunque la codicia tiene
redil que encierra la oveja,
trojes que guarden el trigo,
bolsas para la moneda,
y garras, no tiene manos
que sepan labrar la tierra.

El hombre castellano, al que critica, vuelca su agradecimiento hacia el que le agasaja, como su ira envuelve al que le irrita.

Igual que el ballestero
tahúr de la cantiga,
tuviera una saeta el hombre ibero
para el Señor que apedreó la espiga
y malogró los frutos otoñales,
y un “gloria a ti” para el Señor que grana
centenos y trigales
que el pan bendito le darán mañana.

A este español le satiriza en sus proverbios:

- Nuestro español bosteza.
¿Es hambre? ¿Sueño? ¿Hastío?
Doctor, ¿tendrá el estómago vacío?
- El vacío es más bien de la cabeza.

Sin embargo, espera ver otro hombre nuevo. Se muestra expectante, piensa en su llegada. Lo ha soñado tantas veces que su corazón anuncia un nuevo nacimiento.

Mi corazón aguarda
al hombre ibero de la recia mano,
que tallará en el roble castellano
el Dios adusto de la tierra parda.

Es el hombre deseado que se regocijará en los páramos sorianos y en toda la ancha Castilla. Será el hombre que camine sobre la hermosa tierra de España. Tierra inmortal y varonil que exactamente ha retratado en delicados versos. Ve pasar cuando aparece el libro “Castilla” de Azorín, la inmensa galería de una España, como el ahogado ve todo su ayer en la agonía, y le hace exclamar:

Toda Castilla a mi rincón me llega.

Castilla, la del “corazón de roble”, se encuentra en el poeta. Los campos de Soria le han llegado al alma, como él mismo expresa. A Castilla, a España ha cantado al encontrarla. Nunca la olvidará y como efusión sus versos han brotado, quedando entre nosotros.

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