EL MARINERO René
Mario Hernández Hoy decidí no salir a pescar, a pesar que el mar está tranquilo; por
el olor que trae la brisa y la dirección que tiene, me da el presentimiento que
será uno de esos días que después que estoy mar adentro, éste se pone de mal
genio y me arruina la jornada, de todas maneras, hace mucho tiempo que no me
tomo un descanso y creo que ya mis huesos se lo merecen. Me gusta esta taberna, porque desde aquí sentado, logro ver todo lo
que ocurre en este viejo puerto. Los barcos que llegan, que además de traer
raidos marineros, también traen la esperanza de algo mejor y alguna que otra
noticia de ese mundo que existe después de aquel horizonte que se pierde en el
mar. No sé por qué siempre son mayores las malas noticias que llegan, que las
buenas, pero de cualquier manera me entretiene saber cosas nuevas, ya que aquí
en este escondido paraje de barcos y pescadores, sólo algún esporádico
accidente llega a ser noticia. Como aquel día que vieron en la bahía el pequeño
bote del viejo Pascual, aparentemente solitario y cuando se acercaron, vieron
con asombro como en el fondo del mismo se hallaba el pobre viejo sin
conocimiento, debido a que un pez sierra le había atravesado la pierna desde la
madrugada anterior y después de matar al pez con un cuchillo, remó hasta donde
le alcanzaron las fuerzas. Tuvo mucha pérdida de sangre, pero también, al
parecer, mucha suerte y resistencia. Corrieron con él para el pueblo y a pesar
de estar entre la vida y la muerte por varios días, con el favor de Dios volvió
Pascual a sus andadas, aunque quedó cojo para siempre, salvó la vida. Después
de todo, a este puerto le faltaba un cojo y ahora yo diría que Pascual adorna
el paisaje con su compasado caminar. —¡Adiós Doña Crecencia!... El que la ve ahora, no es capaz de imaginarse que clase de mujer era
en sus años de mocedad; caminaba con su cesta de panecillos, que sus pasos
parecían notas musicales y yo el más grande admirador de aquella melodía que
formaba con su andar. Nunca ella lo supo, no sé si fue por cobarde o que me
sentía muy poca cosa al lado de tanta belleza, pero en fin nunca me atreví a
decirle nada y, ¡mira que la vida tiene cosas caray!, vino a casarse con el
tipo que menos valía en todo el puerto; bebedor, vago, nunca tuvo un céntimo
partido por la mitad y no tenía cabeza ni para llevar el sombrero. Tal vez fue
precisamente esta combinación de cosas, lo que hizo posible que se juntaran.
Ella era tan bella que nadie se atrevía a decirle nada por considerarla
demasiada buena moza y él no tenía cabeza ni para pensar en esa posibilidad,
la enamoró y ella lo aceptó. ¡Qué lástima de conquista!, ella salió
perdiendo. Al parecer este desarmado la contagió con alguna enfermedad de esas
que abundan entre las mujeres de mala vida, y aunque el desgraciado ya murió,
dejó el daño hecho. Hoy es apenas la sombra de lo que fue. —¡Ah, Caray!, allá va saliendo del puerto “El Gaviotas”,
aunque no es un tremendo velero por su tamaño, si tiene bien puesto el nombre,
parece que vuela por sobre las olas. Siempre que lo veo no puedo evitar el
acordarme de aquella vez que monté en él por primera vez como grumete. Era yo
un mozalbete que apenas podía halar las sogas, pero necesitaba ayudar a mi
madre que había quedado viuda al morir mi padre, al parecer en un naufragio,
porque no se supo nunca en verdad que sucedió, lo cierto es que un día
salieron él y dos marineros más a pescar y nunca regresaron; así que no me
quedó más remedio, y a muy corta edad tuve que salir a ganarme algunos céntimos.
En “El Gaviotas” trabajé bastantes años, yo diría que fue mi mejor
escuela para enfrentarme a la vida. Me enseñó que el mar es la vida misma, que
en su superficie unas veces estas sobre las crestas de las olas y otras abajo,
según sean las condiciones ambientales, pero allá en lo más profundo, es
esencialmente lo mismo, los agitados cambios de la superficie apenas llegan a
alterar su comportamiento apacible y denso de sus entrañas. En verdad no puedo
dejar de reconocer que el viejo “Macabí”, capitán de “El Gaviota”, fue
también un buen maestro; rudo, exigente, de pocas palabras y una fortaleza
increíble. Le apodaban “Macabí” porque decían que era pura espina; pero
en el fondo era un gran hombre, bondadoso y compasible. Gracias a él aprendí a
leer y a escribir con su hija, que me enseñaba siempre que yo llegaba de
regreso a puerto. Inés, nunca olvidaré su nombre, a pesar que ya murió hace
algunos años. Nunca se casó aunque vivió enamorada de Juan, el hijo del
carpintero, pero debido al desengaño que llevó cuando se enteró que su
adorado Juan resultaba un poco “Juana” también. Un buen día se embarcó
este Juan con un amigo y nunca más regresó al puerto. Ella estuvo muchísimo
tiempo sin salir de su casa, pero el tiempo mismo, todo lo borra; además todos
en el área, la respetaban mucho por ser la única que se ocupaba de enseñar a
los muchachos del puerto, en una
pequeña escuela que improvisó en su propia casa, como el padre nunca estaba,
así se sentía acompañada con los muchachos. |
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