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SE LLAMABA GRISELDA

Catalina Zentner

 

    El capataz que había enjugado sus lágrimas cuando el patrón hizo uso  del “derecho de pernada” violándola a los diez años, fue quien la  encontró.
    Doblada en sí misma, como queriendo volver al abrigo del vientre  materno, ese que ni siquiera conoció, yacía en mitad de un charco de  sangre.
    Al enterarse, la señora mayor apenas pudo reponerse del disgusto.
    Justamente ese miércoles, cuando tenían que reunirse las benefactoras de la parroquia en el salón principal de la mansión para ultimar los detalles de la kermesse con motivo de las fiestas patronales.
    Y nadie lograba cebar mates tan espumosos y a punto como la Griselda. 
    La orden dada al capataz fue precisa:
-Cuando termines de limpiar el cubículo de la mocosa, vete sin demora y tráeme a la Leonilda, del rancho de los Ochoa que está del otro lado de las vías.
    Me dijeron que es lista y aprende rápido. Esperemos que no nos resulte otra desagradecida, incapaz de valorar el bienestar que se brinda en esta casa.

 

         

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