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LOS SALTOS DEL MOCONA

Griselda Mangini

 

Viajé a El Soberbio, un pueblo de la provincia de Misiones adonde se encuentran los saltos del Moconá, sobre el río Uruguay. El acceso a ellos es difícil. Se puede ir por el río, o por la selva cuyos caminos rojos son casi intransitables. Preferí esta opción porque lloviznaba a ratos y por el río en un gomón me iba a mojar.

Los saltos de agua son una maravilla de la naturaleza.    Se produjeron por una falla geológica en el cauce del río.    El mismo se dividió longitudinalmente a lo largo de dos kilómetros y medio, elevándose las rocas del lado argentino unos veinte metros.

Son muy mezquinos para mostrarse. Se ven cuando corre poca agua, porque como ésta cae paralela a su cauce, si se eleva el nivel con la altura de las rocas, los saltos desaparecen. Se aprecian dos o tres meses en el año y si es época de sequía, motivo por el que no se ha desarrollado mucho la infraestructura turística.

Una catarata tan extensa en medio del verdor de la selva es de una belleza impactante, aunque no deja de ensombrecerse el espíritu cuando se observa la tala indiscriminada de árboles que aparece como manchones, algunos de los cuales se están cultivando y otros se han cubierto con árboles de poco porte, de hojas medio blancuzcas, a los que llaman cubre heridas. Tierra roja, selva, olor a citronela, carros tirados por bueyes, es un viaje hacia un paisaje casi primitivo para el cual hay que estrenar una mirada virgen.

Seguí luego hacia Las Cataratas del Iguazú, en la frontera opuesta de la provincia, sobre el río que les da el nombre. Las Cataratas tenían poco caudal de agua y su imagen no era la que yo poseía de viajes anteriores. Las miré procurando rescatar su belleza actual, que sin duda permanece como un pálido reflejo de la que guardaba mi memoria. 


Para resarcirme de la pérdida de su río colorado y avasallador pude recorrerlas de noche, bajo la luna llena que perfilaba la silueta de los árboles y aunmentaba la blancura del agua. Un tren pequeño de trocha angosta me paseó por la selva y me dejó, junto a sus demás pasajeros, en el ingreso de la Garganta del Diablo. Allí tuve que caminar sobre pasarelas un kilómetro y medio, sólo iluminada por la luna, enorme en el cielo y juguetona en su reflejo por el río. Me acompañó todo el camino; se escabullía entre las piedras para reaparecer nadando en cada espejo de agua.

La magnificencia del paisaje imponía un silencio abrumador. Parecía, parecíamos, embrujados atraídos por el único ruido de la selva que era el golpe del agua en su caída. Era yo y mis emociones, eran ellos y sus emociones.   Eramos todos compartiendo la belleza con respeto  religioso.

La selva permanecía inmóvil, ni una brisa movía las hojas de los árboles, sólo unas maripositas atrevidas revoloteaban a nuestro alrededor seguramente extrañadas por nuestra visita.

Después la vuelta, y el regreso a la realidad.

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