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“LOS AUTONATAS DE LA COSMOPISTA” 
(DE JULIO CORTÁZAR Y CAROL DUNLOP) 
O COMO VOLVER A MIRAR LO COTIDIANO


Antonio Marín Segovia

 


“Así de frágiles los dos..., así partimos por fin, al mismo tiempo tristes y dichosos.”

La obra se plantea como un ameno libro de viajes en el que los autores hablan directamente al lector, a través de un frecuente y casi cariñoso vocativo en segunda persona. Y digo cariñoso porque se desprende del tono de la obra un efluvio de afectividad que no queda encerrado sólo en la relación existente entre Julio y Carol (El Lobo y La Osita) sino que llega a Fafner, su coche, el viejo dragón, al hermoso o en ocasiones decepcionante paisaje de los paradores, a los conductores únicamente atisbados de lejos o en algún instante personificados en un contacto más real, al hipotético lector en quien los autores piensan tantas veces al coger sus pequeñas máquinas en la labor obligada de cada día: “...sabe, pálido y amable lector...”, al hecho mismo del viaje, de su viaje, juego y desafío con el que sus protagonistas se encariñan e ilusionan paso a paso.

Esta afectividad que se desprende del relato va a estar enfrentada desde el primer momento a la frialdad y el estatismo de la autopista, como se enfrenta la aventura a lo cotidiano, el viaje descubridor al desplazamiento práctico, lo innecesario a lo pragmático, el arte a la realidad. Se trata de “descubrir el otro camino, que sin embargo es el mismo”.

El gran tema de la obra podríamos centrarlo en la rebelión contra la rutina que llega a conformar nuestras vidas tan sigilosamente que puede, a veces, resultar difícil darnos cuenta de hasta qué punto nos constituye. Se trata entonces de desafiarla, de, premeditada y conscientemente, provocar una situación “anormal” y liberadora del transcurrir mecánico que llega a cubrirnos el sol con la niebla de lo repetitivo. Se trata de hacer ese acto no esperado, que dormita en nuestro interior y que despierta ilusionado ante la provocadora esperanza de realización, se trata de dejar salir, por fín, “la transgresión profunda, íntima, constante, esa libertad muy pronto asumida de rehusar al mundo en caso necesario...” Y Julio y Carol (El Lobo y La Osita) llevan a cabo lenta y casi dulcemente esta agresión: se proponen recorrer la autopista París-Marsella en más de 30 días, disfrutándola, descubriéndola, olvidando la velocidad para dejar fluir la vida, permitiéndose explorar los bosques de los paradores, disfrutar sus árboles, ver volar las alondras, hacer largamente el amor, cocinar algo exótico o beber serenamente un whisky donde los demás no se detienen más de los utilitarios cinco minutos. Intentan crear un espacio nuevo fuera del rutinario de los demás, un tiempo nuevo, un tiempo lento que nada tenga que ver con el transcurrir de nuestras horas cotidianas. Se trata de saber mirar, de saber vivir, de saber prescindir de unos ritmos que agostan la iniciativa personal, el intimismo, la creatividad o la percepción sensible de los entornos, se trata de saber escapar para encontrar la libertad de “perder el tiempo”: “Nos sentimos vivir con esa intensidad que sólo puede dar el hecho de no estar haciendo nada, sensación cada día más ignorada en la vida corriente”.


La lucha contra el aplastamiento de lo cotidiano ha escogido este marco, como podía haber tomado por escenario otro cualquiera. Sólo es necesario que surja la idea que se disponga a iluminar esa rutina que va envolviendo silenciosamente los distintos aspectos de la existencia humana, y es entonces cuando puede comenzar la aventura de renovar las imágenes que nos rodean, de buscar y encontrar la belleza oculta de tantas horas perdidas en los tiempos impuestos que llegan a ocultar y confundir “el otro lado de las cosas”, ese otro lado que en un momento dado podemos creer sentir como un ligero roce, pero que normalmente no llega a desvelarse, oculto por la presión exterior: “Con la esperanza, oh paciente acompañante de estas páginas, de que nuestra experiencia te haya abierto también algunas puertas, y que en ti germine ya el proyecto de alguna autopista paralela de tu invención”. ¿Buscar en los objetos, esos objetos que normalmente nos parecen anodinos, cómplices callados de nuestro aburrimiento? El coche de Carol y Julio cobra una determinada personalidad, es contemplado “de otra manera”, y se convierte en un dragón de nombre wagneriano, capaz de sentir alegría casi humana al conseguir un lugar privilegiado en un parking, bajo una bella sombra, las tumbonas (“los horrores floridos”), las máquinas de escribir, objetos y acciones cotidianas cobran una relevancia, una personalidad, dejan de ser algo anónimo para cobrar la importancia de un decorado vivo y coloreado. Las comidas de cada día, anotadas en el diario de la expedición, se convierten en un hecho casi poético, en algo que puede dejar de ser la carga de la necesidad cotidiana: “Es que los parking no son otra cosa que el vacío con decorado. Hay que saber llenarlos”. Y es la mirada poética, el arte llevado a la vida de los días de la semana, quien pueden llenar el vacío, los miles de pequeños vacíos que segundo a segundo nos acompañan horadando imperceptiblemente un hueco hacia la nada. Sólo este esfuerzo de lo poético puede hacernos encontrar de nuevo el auténtico tiempo de la autopista que es nuestra existencia.

La visión de Carol y Julio es contrastada en la obra, a través de una serie de capítulos que toman la forma epistolar, con la de una viajera “normal” que, acompañada de su marido (cuyo mayor goce son las gasolineras, ocuparse de comprobar las piezas del coche), no puede comprender esta nueva forma de desplazarse, no puede entenderse la aventura, el juego, lo no usual, lo no sometido a la forma de cada día: “No puedo decirte exactamente por qué, pero tengo la impresión de que no van a ninguna parte. Pero entonces, ¿qué hacen en la autopista?” Sí, ¿qué haces en la autopista, si consigues que los objetos te sonrían con complicidad, que los lugares se vuelvan bellos, que los actos de cada día aligeren su peso hasta hacerte flotar en medio de un nuevo sentido? ¿Qué supere a la pesadez de la rutina que las convenciones han creado? Por supuesto estar solo. Un leve atisbo de algún personaje que, extrañamente, se sale “de madre” (la niña que no sabe hacer pipí, la mujer sola y desnuda en los W.C.), y eso es todo. Los otros se sienten extraños, fuera de esta nueva manera de sentir lo cotidiano. Y puedes seguir tu marcha en solitario. Porque es difícil compartir la poesía, porque el arte acaba siendo cosa de uno, excepcionalmente de dos, difícilmente de más.

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