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GRAGEAS HISTORIOGRÁFICAS
Hechos Extravagantes y Falacias de la Historia

REVOLUCION EN LA IGLESIA Y LA IGLESIA EN LA REVOLUCION (1810) 

Gustavo Ernesto Demarchi 

· Revolución en la Iglesia y la Iglesia en la Revolución (1810) 

A don Benito Lué y Riega, obispo de Buenos Aires, le causó un gran disgusto la negativa por parte de la Junta Provisional de autorizarlo efectuar una visita pastoral a los establecimientos eclesiásticos de la diócesis a su cargo. Sus motivos tenía el flamante gobierno patrio para impedir el periplo, en apariencia, de rutina: Lué era un realista consumado que había desaprobado públicamente los cambios institucionales surgidos el 25 de mayo de 1810. Por ello, la Junta temía que el obispo, excediéndose en su misión evangélica, aprovechara la salida de la capital para viajar a Montevideo y unirse a los sectores pro españoles que conspiraban allí. Pero el hecho que cruzara el Río de la Plata con dicho objetivo o no, de por sí ya constituía un peligro para la revolución en marcha, porque un dignatario de la Iglesia podría utilizar su poderosa influencia apostólica para incentivar, en parroquias, iglesias, conventos y cabildos del interior, la desobediencia a la nueva autoridad criolla. Por eso no dudaron en decretar la inmovilidad forzosa del alto prelado, que dos años después murió en extrañas circunstancias.

Fray Martín Joaquín de Oliden tuvo mejor suerte, ya que al poco tiempo del estallido revolucionario pudo huir a Montevideo, donde rindió un informe a las autoridades españolas sobre la situación interna del clero porteño. José María Salazar, comandante del apostadero naval de la Real Armada, recogió en una carta el testimonio del fraile que se había fugado a tiempo de la convulsionada Buenos Aires: “...me dice que el partido por la independencia es grandísimo y cada día se alimenta con la protección de los ingleses y demás extranjeros...; que los que más se distinguen escandalosamente a favor de la Junta son los conventos de la Merced, y dominicos; que también en el de San Francisco hay un partido grandísimo, pero no tan descaradamente pronunciado... No hay un cuerpo que no esté contagiado, y corrompidas sus costumbres religiosas y morales; la milicia, clero secular y regular, cabildos eclesiásticos y seculares, todos lo están más o menos, y todos están también tocados de la manía de la Independencia...” 

La epístola del ofuscado almirante refleja con elocuencia lo que estaba pasando en Buenos Aires. Salvo el obispo y alguno que otro dignatario superior, la mayoría de los curas, clérigos y párrocos había adherido a la Revolución; algunos de ellos asumiendo un activo protagonismo político y militar; los más, convirtiendo el púlpito en medio de difusión y tribuna de proselitismo a favor del proyecto patriota. 

La campiña de la Banda Oriental, por su parte, no obstante el núcleo realista instalado en la ciudad de Montevideo, se había transformado en un hervidero de curas rebeldes, incluso algunos de ellos alzados en armas desde los primeros días. Entre los más decididos independentistas de sotana se destacó Tomás Xavier Gomensoro, párroco rural de Soriano, quien se convirtió en entusiasta agitador; además, tuvo la divertida ocurrencia –y la audacia, por cierto- de consignar, en el folio correspondiente al año 10 del libro de “Partidas de Defunciones” de la capilla a su cargo, “el fallecimiento del régimen español en América”. Otros activos insurgentes orientales fueron los hermanos Gregorio y Valentín Gómez, curas de las parroquias de Canelones y San José respectivamente, de destacada actuación en la batalla de Las Piedras (1811) bajo el mando de Artigas.

En la vecina orilla y por la misma época, el padre Julián Segundo de Agüero, oficiante del Curato de la Catedral de Buenos Aires y miembro de la Junta del Real Seminario, si bien no estuvo envuelto en la confrontación directa, al desempeñarse en la flamante Junta Protectora de la Libertad de Imprenta creada por el gobierno criollo, habría de convertirse en uno de los literatos religiosos más respetados como exégeta del espíritu de Mayo. Célebre por sus encendidas e inteligentes “oraciones patrióticas”, en la década de 1820 secundó a Rivadavia en la implementación de una ambiciosa reforma eclesiástica que trató de conformar una institución secularizada bajo control nacional, independiente de la silla apostólica romana. Por esta supuesta herejía, el Papa Pío IX tildó a Rivadavia de “israelítico” y de ser “el principal ministro del Infierno en Sudamérica”. 

Hubo otros prominentes sacerdotes del virreinato en vías de disolución que se consustanciaron tempranamente con el mensaje revolucionario: los frailes Neyrot (Santiago del Estero), Pantaleón García y Luis Pacheco (Catamarca) enfocaron sus sermones en favor de la independencia americana, de la libertad política y de comercio, aunque sufrieron contradicciones con la reivindicación liberal en favor de la “libertad de conciencia”, a la que reputaron de fomentar el libertinaje. 

Aquí cabe acotar que el conflicto entre el curato llano, la magistratura eclesiástica y el poder civil se remonta a tiempo antes de que se instalara la Primera Junta de gobierno, mientras que la disputa habría de perdurar, asumiendo diferentes características e interlocutores, durante varias décadas a partir del quiebre institucional de 1810. En efecto, al momento de la Revolución de Mayo, el clero radicado en las colonias americanas se encontraba inmerso en cambios internos, los cuales habían trastocado en profundidad el sistema institucional instaurado por los Reyes Católicos luego de la Conquista. A partir de 1767, cuando Carlos III expulsó de los dominios reales a los jesuitas, comenzó un período de reformas que habrían de dejar un tendal de disconformes y resentidos. 

· El sermón: de la montaña al llano

Si bien los manuales de historia informan que la Edad Moderna dio comienzo en el siglo XV, precisamente cuando se produjo el Descubrimiento de América, debe considerarse que el sistema económico-social vigente en el Nuevo Mundo durante el período colonial conservó características, instituciones y mentalidades provenientes del Medioevo, la edad histórica precedente. La América española, mientras gobernó la monarquía teocrática de los Habsburgo (siglos XVI y XVII), se mantuvo alejada del proceso de modernización mundial.

La Iglesia fue, desde las primeras etapas de la Colonización, componente principal de la estructura organizacional y, especialmente, del aparato educativo instaurado por los reyes católicos en las vastísimas posesiones americanas. No exenta esta participación de roces periódicos entre el Clero y el Funcionariado, la Iglesia ejerció un rol tutelar inescindible del Estado y de sus dependencias representativas afincadas en América. Carlos I y Felipe II habían obtenido del Papado romano, en reconocimiento por su lucha contra la Reforma Protestante, importantes prerrogativas en materia de dirección eclesiástica y de nombramiento de prelados. Este Patronato (así se llamó el régimen), que suponía como contrapartida el compromiso de parte del gobierno de evangelizar a los pueblos indígenas, permitía al Estado español y a sus delegados en la América indiana ejercer un importante control sobre la vida y el funcionamiento de las instituciones de la Iglesia Católica. La reforma borbónica, instrumentada tiempo después, habría de profundizar el “regalismo”, término con el cual se definía la conveniencia de subordinar el ámbito religioso al poder civil.

El rey Carlos III (1759-1788) era, para los cánones epocales, un progresista; mejor dicho: un progresista moderado, que intentaba incorporar a sus dominios las nuevas ideas de la Ilustración generadas por los filósofos europeos, sin subvertir el modelo político vigente. La aplicación práctica de los recientes descubrimientos científicos en materia de física, astronomía y medicina, que estaban transformando la vida económico-social, la agricultura y la salud pública de los pueblos; la incorporación a la educación superior del racionalismo y la experimentación en reemplazo de la escolástica aristotélica y la deducción especulativa, junto a otros tantos avances y novedades, componían el nuevo escenario cultural según el cual el mundo hispano-parlante pretendía abandonar la larga y sórdida Edad Media.

Entre las reformas implementadas por la Corte madrileña que, a partir de la segunda mitad del siglo XVIII afectaron la vida interna de los claustros y templos católicos, encontramos una que promovió el crecimiento del clero secular en desmedro de las órdenes regulares, las que, por su estructura trasnacional, eran más propensas a ser controladas desde Roma. Al rey de España le incomodaba este poder teledirigido por el Papa dentro de su territorio, por eso –y también por una fenomenal trama de intrigas que se desató en Madrid- expulsó a los jesuitas, la más importante y poderosa compañía monacal existente en la época. Esta medida, dada la intensa vinculación que había entablado la orden con la sociedad civil, abrió múltiples heridas, las cuales aún sangraban cuando estalló la Revolución de Mayo.

El rey modernizador aspiraba a que los padres tonsurados, tanto en España como en América, se abocaran a la predicación con fines civilizatorios e instructivos; a la capacitación de los campesinos en el uso de nuevas técnicas agrícolas; a difundir entre las poblaciones urbanas los beneficios de la higiene y la aplicación de vacunas para prevenir epidemias; a que las instituciones de enseñanza (monopolizadas por el clero) privilegiaran las ciencias exactas y naturales antes que la teología y el derecho canónigo. Este plan constituía un giro copernicano (nunca mejor usado el término) en la orientación ecuménica instrumentada por la Iglesia Católica en el Concilio de Trento doscientos años antes, cuando la milenaria institución religiosa le declaró la guerra al protestantismo, reputado como la reinterpretación del cristianismo hecha por la ascendente burguesía liberal. 

La filosofía trentina, todavía dominante en el entorno del Sumo Pontífice, ponía en el centro de la función sacerdotal lo litúrgico, privilegiando, entre las responsabilidades asignadas al clero, la santa misa, el suministro de sacramentos y la práctica de la confesión como método de contención –y de manipulación- de la feligresía. El rey ilustrado, en cambio, pretendía terminar con el modelo de cura que se limitaba a desplegar el ritual sagrado de oficiar misa y a atender el confesionario cuando se lo requerían; un sacerdote que, como lo pintan los grabados medioevales, por vivir rodeado de abundantes provisiones de boca, estando poco exigido en lo que a actividad física e intelectual se refiere, tendía a convertirse en un cura gordinflón, indolente y bebedor, autoritario y necio. La reforma borbónica, en cambio, procuraba recuperar para el ejercicio religioso un rol misional activo y comprometido con la organización de la sociedad que aquellos tiempos de cambio e innovación alumbraban. 

· Obispos chapetones versus curas criollos 

Esta reforma, en el seno de la iglesia hispanoamericana, venía acompañada de determinadas medidas burocráticas y políticas que provocaron gran resistencia. Por un lado, la derivación del poder de decisión a los estamentos seculares supuso que los obispos y demás altos magistrados eclesiásticos fueran nombrados por el rey y su Consejo de Ministros, y que se destinara al territorio americano un nutrido contingente de “chapetones” (apelativo despectivo aplicado a los peninsulares recién arribados a América), muchos de los cuales no se destacaban por sus buenos antecedentes religiosos sino por su inquebrantable fidelidad al rey, además poco o nada sabían de la vida ruda en estas tierras, todo lo cual se reflejaba en el rechazo que les prodigaba la curia criolla. Por el otro lado, mientras la corona española especulaba con recuperar las alicaídas finanzas reales aplicando reformas provenientes de la novísima concepción económica fisiocrática, los déficit de caja que la aquejaban de modo inveterado serían enjugados apelando a las rentas eclesiásticas, lo cual suponía quedarse con parte del diezmo que percibían las parroquias, dejar impagos los beneficios asignados al personal religioso, demorar o suspender obras edilicias y de caridad, etcétera. 

En la medida en que el modelo de sacerdote que se quería imponer implicaba una relación más intensa con el comercio y la producción, la carrera vocacional perdía interés para los estamentos hasta entonces mejor ubicados en la escala social del régimen colonial. Este sector oligárquico que, por idiosincrasia hidalga despreciaba el trabajo, durante siglos había concebido al sacerdocio como medio para acceder a títulos honoríficos y cargos públicos con los cuales las familias de abolengo preservaban su poder y prestigio; por ello era habitual que el hijo primogénito procurara su ordenación, mecanismo feudal de ascenso social que habría de decaer luego de la reforma borbónica. Así se explicaría la actitud de ciertos canónigos que, como Castro Barros en La Rioja y Videla del Pino en Salta, no obstante ser conservadores adversos al liberalismo económico y al ideario republicano, apoyaron la campaña libertadora con el ingenuo anhelo de que se revertirían los cambios impuestos por la Corona. 

De todas maneras, la gran mayoría de los religiosos que adhirió al proceso político independentista lo hizo porque la mentalidad liberal “atemperada”, introducida por los borbones en los claustros curialescos, había operado como acicate para aspirar a transformaciones más radicales. Las iniciativas de los monarcas españoles habrían de abrir una rendija de libertad que avivaría el fuego revolucionario, el cual, una vez encendido, terminaría por devorarlos a ellos mismos, sus primeros fogoneros. Algo similar le ocurrió a Luis XVI (rey galo, pariente del español) que, en cuanto se puso en marcha el movimiento político que confluyó en la Revolución Francesa, fueron inútiles las tardías medidas democratizantes que quiso implementar y terminó perdiendo la cabeza en el intento. De un modo menos dramático, pero igualmente definitivo, el proceso de mutación social y cultural que promovieron los aggiornados reyes españoles también habría de volvérseles en contra. (Valga de ejemplo el caso de los párrocos rurales criollos que, siguiendo las directivas borbónicas, habían practicado un discurso modernizante como misión pastoral, para luego canalizar la prédica hacia la propaganda política independentista). 

· Relevo generacional y reflujo ideológico

La gesta emancipadora y la guerra civil que se desató en forma concomitante en el territorio argentino, ahondaron la segmentación política y los enfrentamientos entre connacionales, cambiante y dramático escenario agonal del que participaron muchos hombres de sotana, a la sazón insertos en una estructura eclesiástica sin conducción y, por ende, cada vez más difusa. El régimen de Patronato ejercido por el rey de España, que quedó vacante luego de la ruptura del orden colonial, no fue sustituido a pesar de algunos intentos domésticos por ejercerlo de modo unilateral. El Papa, comprometido con la compleja crisis europea, no pudo ocuparse de lo que ocurría en el lejano continente. Recién a mediados de la década de 1830, el Vaticano retomó la iniciativa orientada a asegurarse la conducción del desquiciado clero católico latinoamericano. Por su parte, las ideas progresistas de la Ilustración y los gobiernos de nuevo tipo que éstas habían impulsado, se encontraban en retirada luego de Waterloo (1815), mientras que las monarquías barrocas absolutas restablecidas constituían junto al Papado una “santa alianza” con intenciones de restaurar el Antiguo Régimen. 

Para entonces, en la Argentina ya había desaparecido la generación de curas renovadores que protagonizó la transición del régimen colonial a la república independiente: Funes (*), Alberti, Santa María de Oro, Zabaleta, Valentín Gómez, Gorriti y tantos otros. En tardía consonancia con el proceso involutivo europeo, aquí se consolidaba el poder de Juan Manuel de Rosas, apodado el “Restaurador de las Leyes”, quien entabló relaciones diplomáticas con la Iglesia Católica Apostólica Romana y en 1835 otorgó placet al primer obispo designado por el Papa. El nombramiento recayó en Mariano Medrano, un prelado porteño tradicionalista que en su juventud había combatido las reformas borbónicas; luego, con mayor denuedo aún, se opuso al plan de secularización rivadaviano. Medrano reinstauró viejos ritos litúrgicos y favoreció el retorno del oscurantismo. Al final de su vida, cuando ya estaba sordo, ciego y con ostensibles signos de demencia senil, el obispo se convirtió en instrumento complaciente al servicio de las veleidades del dictador. Del reformismo democratizante y modernizador, ejercido por curas valientes y clérigos de gran talento, que había iluminado y renovado el catolicismo al compás de la emancipación nacional, poco o nada quedaba. 

(*) Del deán Gregorio Funes, contrafigura de Medrano y paradigma del proceso histórico que traslapa la reforma eclesiástica con la Revolución de Mayo, nos referiremos en la próxima GRAGEA. Reseñaremos, además, las conspiraciones, las intrigas y las traiciones que protagonizaron los religiosos católicos durante la Revolución. 

Elaborado por Gustavo Ernesto Demarchi, contando con el asesoramiento literario de Graciela Ernesta Krapacher, mientras que la tarea de investigación fue desarrollada en base a la siguiente bibliografía: 

· Botana, N, Calvo, N., Gallo, K. y otros: “Los curas de la Revolución”; Emecé, V.Ballester, 2002.
· DEPLAI: “Relaciones entre la Revolución de Mayo y la Iglesia”; Conf. Episcopal (Laicos-ponencias), 2005.
· Di Stéfano, Roberto: “El púlpito y la plaza”; Siglo XXI Ed., Villa Ballester, 2004.
· Di Stéfano R. y Zanatta L.: “Historia de la Iglesia Argentina”; Mondadori, Bs.As., 2000.
· Galmarini, Hugo:”Los negocios del poder (1776-1826)”; Corregidor, Bs. As., 2000.
· García Hamilton, José I.: “El autoritarismo y la improductividad”; Sudamericana, 1998.
· García, Juan Agustín: “La ciudad indiana”; Ciudad Argentina, Bs. As., 1998.
· Ingenieros, José: “Las direcciones filosóficas de la cultura argentina”; elaleph.com,2000.
· Lesser, Ricardo: “Historias del Reino del Río de la Plata”; Biblos, Bs. As., 2003
· Moreno, José Luis y otro: “Estructura social de la iglesia porteña”; Cedal, Bs. As., 1975.
· Sarmiento, Domingo F.: “Recuerdos de provincia”; CEDAL, Bs. As., 1960.
· Valdenebro, Eulalia de: “Cúpulas de iglesias” (ilustración); Revista Número (web), Bogotá. 

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