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ZAPATITOS DE CHAROL

Ma. Ignacia Guerrero de Cosio

 


I Parte

El Closet


El día estaba despejado. No se veía ni una sola nube viajera flotando en el cielo azulado. Había viento, mucho viento. Provocaba que el polvo depositado en el pavimento se levantara formando remolinos que enceguecían al contacto con los ojos.

Desde la ventana del escritorio, ella podía ver el espectáculo que se formaba en la calle con la fuerza del viento y que invitaba a salir a jugar. Tenía la sensación de que haría frío afuera y tomando la decisión, subió rápidamente al segundo piso de la antigua casona a buscar un chaleco para abrigarse y poder intentar ser tomada prisionera por un soplo de aire y volar, volar muy lejos y poder ver desde lo alto a su perro saltando en el patio y el techo de su casa que siempre le había intrigado el hoyito por donde entraba el agua cuando llovía.

Se puso aquel, tejido por su madre que tanto le gustaba. Era rojo con dibujos de colores y grandes pompones para amarrárselo a la altura del pecho. Con su coqueta falda de cotelé azul se veía muy bien. Sus calcetines de lana de igual color le protegerían las piernas para cuando elevara el vuelo. Sus zapatos eran cuento aparte.

Los tenía hacía tiempo. Eran sus regalones. Su cuero negro de charol ya estaba gastado por el uso diario y sus correas estaban peladas, mostrando blanquizcas manchas que daban cuenta de las innumerables veces que habían soportado los quita y pon del preciado accesorio de vestir. Su madre, ya le había comentado en más de alguna oportunidad que se pusiera los otros zapatos que tenía guardados en su ropero; viejo compañero de madera, adosado a la pared y con tres puertas en donde, la del medio, sólo tenía ocultos cajones. 

Esa antigualla era su escondite favorito. Su padre lo había pintado de color celeste para que combinara con el resto del mobiliario y, para su corta edad, le parecía enorme. Por eso, metía todo lo que pillaba fuera de lugar dentro de él, pues sabía que aguantaba todo y mucho más, ¡hasta a ella misma! pues, cuando no quería que la encontraran, se metía en su guarida, calladita, a saborear la colación que, a hurtadillas, había sacado de la cocina sin permiso.

En la puerta de la izquierda, cohabitaban toda serie de prendas colgadas por desordenadas perchas de madera; faldas, pantalones, blusas, abriguitos, vestidos de verano, de invierno y más de algún disfraz usado en las fiestas de fin de año. En el piso de este espacio, había una gran caja de plástico en donde su nana, guardaba todos los juguetes pequeños que no tenían lugar en la repisa del dormitorio.
En el centro del mueble, reinaba un espacio en la parte superior de la cajonera. Ese era el lugar perfecto para colocar sus chapes, colonias, cepillo para el pelo y muchos cintillos; le encantaban los cintillos de todos colores que tenía y gustaba de usar uno todos los días. De ese modo contenía sus desordenados rizos que se movían al ritmo de sus travesuras.

Los cajones guardaban de todo. Ropita interior, calcetines, ropa de lana, camisas perfectamente dobladas y medias de nylon. Las tenía en varios colores las que usaba con sus cortitas faldas como era la moda en ese tiempo.

La puerta de la derecha era la más importante. Ahí dormían los zapatos. Tenía un par de color blanco, otro de color verde como sopa de verduras, unas botitas color beige para el invierno y unas zapatillas de lona que le ponían para ir al kindergarten al que asistía durante las tardes. En este lugar era donde ella se escondía y, a su vez, guardaba todas las noches sus zapatitos de charol.

Ya con el chaleco puesto y con sus zapatos bien abrochados, tomó un paraguas que escondía detrás de una silla y corrió al patio para poder ser alcanzada por una ráfaga de viento y partir, cual Mary Poppins, en una travesía de ilusión.

II Parte

El algodón


En el centro del jardín, había una linda palmera que decoraba todo alrededor. Era grande y bajo sus anchas hojas estaba la pequeña con su paraguas abierto, esperando un golpe de viento y poder viajar a través del nítido cielo. 

Estaba concentrada en eso cuando su nana, desde la ventana de la cocina, le indicó con la mano que entrara a la casa. No se había dado cuenta que unas pequeñas gotas de lluvia comenzaban a caer y que de no meterse bajo techo, se mojaría. Cerrando el paraguas ingresó a la cocina sin entender cómo las nubes, de un momento a otro, cambiaron de color y comenzó el agüita a bañar todo el jardín.

Su mamá, que justo pasaba por ahí, notó el estado en que estaban sus zapatitos y viendo que llevarla al colegio no sería una buena idea dado que aún llovía, la invitó a salir con ella.

Las madres siempre saben como conseguir las cosas de sus pequeños hijos. Comúnmente, ocupan los artificios más increíbles y amorosos para que sus pequeñuelos hagan lo que ellas quieren. En esta oportunidad, una visita a la zapatería era lo que estaba en mente de la progenitora, pues trataría de convencerla de que se comprara un nuevo par de zapatos de charol y así, dejar de lado los más viejitos.

Partieron madre e hija en el moderno vehículo de color beige hasta una concurrida vía que tenía muchas tiendas en donde podrían encontrar lo buscado.

Se estacionaron en pleno corazón comercial y desde allí comenzaron a recorrer todas las zapaterías para niños que había en la avenida, con todo lo que eso implica: entrar, preguntar, elegir, probar, caminar y volver a poner….

La niña, a esas alturas, ya había entendido que su madre quería que dejara sus zapatitos regalones de lado y que comenzara a usar unos nuevos, relegándolos en algún rincón de su guarida secreta, el closet.

Ya estaban cansadas de tanto recorrer y mirar hasta que en una vitrina había unos zapatos que le gustaron mucho a la niña. Entraron las dos muy entusiasmadas para ver si tenían del número de la pequeña pero, cual sería su sorpresa cuando el vendedor les informó que sólo había un número más grande.

Fueron tantas las ganas de tenerlos que armando una rabieta, los consiguió.

La pequeña con los nuevos zapatitos en la mano, los miró y quiso ponérselos de inmediato.

Con mucho cuidado desabrochó sus antiguos compañeros y, tomándolos de a uno, introdujo sus dedos hacia la punta del calzado. Para sorpresa de su madre y del vendedor, sacó un montón de algodón del interior de cada zapato y los deslizó suavemente en el par nuevo.

Ahí la madre comprendió, que por segunda vez, no importando el tamaño o la molestia, a su hija nada le impediría tener lo que quería, aunque fuera usando algodones, andaría por la vida con zapatos regalones y, dando un brinco desde la banqueta de la tienda, tomó sus viejos zapatitos de charol y le pidió al vendedor que se los envolviera.

Esa tarde, nuevamente, con paraguas en mano y con la lluvia amainando, la niña corría feliz, esperando un hálito eólico para danzar por las alturas y que todos vieran sus nuevos chapines.

En la oscuridad del closet, en una linda cajita de cartón, yacían los viejos zapatitos, esperando que, nuevamente su compañera de juegos, se los pusiera algún día y retomara con él las aventuras, como la de volar muy alto, que en ese ventoso día de lluvia, quedó truncado. 

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