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ENRIQUE GOMEZ CARRILLO Y EL MODERNISMO

Harold Alvarado Tenorio

 

Un cambio vertiginoso en el crecimiento de las ciudades de América Latina se produjo en el último cuarto de siglo del XIX. La población de Santiago pasó de ciento treinta a doscientos cincuenta mil habitantes, mientras Buenos Aires alcanzó los ochocientos cincuenta mil Un nuevo tipo de hombre habitaba la primera cosmópolis latinoamericana. Aventureros que buscaban, como afirma José Luís Romero,

el ascenso social y económico con apremio, casi con desesperación, generalmente de clase media y sin mucho dinero, pero con una singular capacidad para descubrir dónde estaba escondida, cada día, la gran oportunidad... 

Buenos Aires modernísimo -
escribiría Darío en 1896- cosmopolita y enorme, en grandeza creciente, lleno de fuerzas, vicios y virtudes, culto y polígloto, mitad trabajador, mitad muelle y sibarita, más europeo que americano, por no decir todo europeo.

La Argentina de Darío, con su capital donde no había cien personas que comprasen un libro, pero que editaba uno de los periódicos más importante del continente, parecía dar razón a las tesis de Sarmiento. Entre 1860 y 1913 se invirtieron allí 10.000 millones de dólares, el 33% de las inversiones extranjeras en el área. En ese mismo lapso ingresaron al país 3.300.000 personas que se enrolaron en la economía agropecuaria; en 1887 sus vías férreas alcanzaban 6.200 kilómetros y en 1900 totalizaban 16.600, mientras las exportaciones pasaron de 260 millones de dólares en 1875 a 460 millones en 1900.

El Modernismo,-que se inició en 1888 con la publicación de Azul.., un libro en prosa y verso de Rubén Darío- tuvo como escenario mundial la Belle epoque, crisis espiritual del fin-de-siècle, y coincide con la incorporación de América Latina al sistema económico internacional, cuando las élites comenzaron a importar materias primas a cambio de objetos de lujo, y una emergente clase media buscaba con afán su lugar político y de expresión cultural. Su epicentro fue Buenos Aires y es contemporáneo al simbolismo y el parnasianismo como un proceso de transformación nacido de la insatisfacción y necesidad de renovación de formas y asuntos agobiados por arquetipos románticos. 

El Modernismo transformó de raíz la literatura; preparó la asimilación de las vanguardias europeas de los años veintes y el paso de una narrativa «regionalista» a una de mayor universalidad. A pesar del «arte por el arte» y de la aparente falta de interés por la política, esos asuntos quedaron registrados en la poesía -junto a contradictorios rechazos del positivismo- expresando la conflictiva angustia del hombre con unos sentimientos claramente latinoamericanos que contrastaban con la frívola y afrancesada expresión dominante en las literaturas mas empobrecidas de entonces. 

Los novelistas del diecinueve, que creían en la ciencia, la razón y el progreso, también creyeron que el realismo era un avance sobre el romanticismo y que el naturalismo era superior al realismo. A pesar de que el Modernismo se hizo sentir mejor en la poesía, no dejó de afectar las retóricas y maneras de expresión de la prosa de ficción. Evitando las realidades sociales y políticas, los novelistas modernistas se concentraron en el refinamiento de las técnicas narrativas para exaltar los sentidos, enfatizar en lo raro, lo exótico, lo misterioso, subjetivo, intangible, aristocrático, la evasión y lo excéntrico. Los modernistas sostuvieron un punto de vista melancólico y pesimista del hombre, atrapado muchas veces entre dualidades como la vida y la muerte, el alma y la carne. Escépticos, decidieron importar formas y asuntos. Sus novelas son a menudo reflexiones sobre las ideas europeas de moda, soslayando toda confrontación o siquiera retrato de las que ya se producían sobre el arte o el estilo en América. Como había sostenido Darío, prefirieron inventar el pasado a fin de ser libres como artistas. 

Los primeros narradores modernistas fueron Manuel Gutiérrez Nájera, Martí y Darío. Gutiérrez Nájera escribió la primera novela de su generación. De la prosa modernista perduran las crónicas de vida y viajes, pequeñas piezas maestras que evocan pueblos, lugares y sensaciones cuyo exponente fue Enrique Gómez Carrillo. A este periodo pertenece, además, Horacio Quiroga, con sus pesadillas sobre la lucha del hombre contra el horror de la selva o consigo mismo. Y en lo tocante a la literatura de ideas, el crecimiento de la influencia norteamericana había producido como respuesta los ensayos de José Enrique Rodó, que contrapuso los sentires de América Latina a las inclinaciones venales de la cultura de masas norteamericana. 

Para la mayoría de lo estudiosos del periodo, el mestizaje es el signo cultural de América Latina, producto de sucesivos cruzamientos raciales que gestaron en el lenguaje y el comportamiento, en la literatura y el arte, en los regimenes políticos y en las prácticas religiosas, en las maneras de vestir y vivir, en la técnica y la imaginación una genuina capacidad de combinar, deformar y estilizar los modelos originarios. La mayor influencia ideológica la produjo, sin embargo, la Revolución mexicana (1910-1920), a través de la política cultural de José Vasconcelos, transformando la tradicional concepción de la identidad y su misión, y recuperando el pasado de las culturas abolidas. 

Si el Modernismo coincide con la integración de América Latina a los mercados mundiales, la novela regionalista de los años veintes refleja la incorporación del continente a si mismo. Esa primera posguerra ofreció en la novela una vigorosa corriente que se ocupó de la vida en las regiones apartadas y la lucha del hombre con la naturaleza y las fuerzas sociales. Una de las repercusiones de la Revolución mexicana fue el auge del género, con unos novecientos títulos entre 1910 y 1940. En otros países donde las políticas de México encontraron eco se escribieron novelas que fueron expresión de las relaciones entre un pasado colectivizante pero abolido, y el empuje del individualismo europeo, o las doctrinas materialistas de obreros y campesinos y el corrupto idealismo de las oligarquías. Así surgieron en América las novelas del banano, el cacao, el azúcar, el petróleo, el estaño, el arroz, etc., que hacen honor a las regiones, sus gentes y productos, y son testimonios de la repartición imperialista de los años de entreguerras. 

A pesar de haber escrito mucho sobre frivolidades: Una sentencia contra el abuso de los sombreros femeninos en el teatro; Los crímenes del día; Escándalos parisienses; La sala de armas del Círculo de Esgrima o El renacimiento de la magia negra, Enrique Gómez Carrillo (Guatemala, 1873-1927), es el más notable artífice de la prosa cotidiana de comienzos de siglo pasado. 

Hijo de un hombre de letras, rector de la Universidad de San Marcos, y de una dama de origen belga, lo que explica su conocimiento del francés desde niño, lengua en la cual sin embargo no escribió, fue un pésimo estudiante. Aficionado a los enredos amatorios, fue obligado por su padre a trabajar desde joven, optando por el periodismo, oficio en el cual conoció a Darío en 1890 cuando éste dirigía El correo de la tarde en Guatemala. Darío envió al joven Gómez Carrillo ante el presidente-general Manuel Lisandro Barillas, quien le otorgó una bolsa de estudio en Europa. Antes de llegar a Madrid, lugar señalado por Barillas, se detuvo en París, instalándose en Saint Germain de Prés y entrando en contacto con Verlaine, Moréas, de Lisle, Duplessis y Lajeunesse. Pero hubo de dejar la capital de Francia ante los requerimientos de su benefactor. Se encontró, entonces, con un Madrid que poco tenía que ver con el resto del mundo cosmopolita europeo y donde se hallaba a disgusto. Allí, no obstante, publicó su primer libro y colaboró asiduamente en revistas como Madrid cómico, La vida literaria, Blanco y negro, La ilustración española y americana y Revista crítica. Pero fue su segundo volumen, Sensaciones de arte (1893), el que le dio consagración literaria. De nuevo en París trabajó para los hermanos Garnier colaborando en la redacción de un diccionario y publicando dos antologías: Cuentos escogidos de los mejores autores franceses contemporáneos (1893) y Cuentos escogidos de los mejores autores castellanos contemporáneos (1894). Ese mismo año dio a la imprenta Literatura extranjera con opiniones e impresiones sobre autores poco conocidos. Tras un corto viaje por América Central, en 1898 fue nombrado por el dictador Estrada Cabrera cónsul general en París, donde pasó el resto de su vida. En 1905 comenzó a publicar crónicas de viajes, género en el cual es más conocido. Trabajando para El liberal de Madrid, viajó por Rusia, India, China, Japón, el norte de África, Grecia, Tierra Santa, etc. Sus mejores libros, verdaderos modelos de relatos de viajes, son, entre otros: El Japón heroico y galante (1912) y Jerusalén y la Tierra Santa (1914). Al estallar la Primera Guerra Mundial fue nombrado corresponsal de La Nación de Buenos Aires y recorrió distintos frentes en varios países. Las crónicas de lo que vio y sintió durante la contienda están reunidas en Campos de batalla y campos de ruinas (1915) y Reflejos de la tragedia (1916). Aun cuando publicó varias novelas, El evangelio del amor (1922), entre ellas, no logró sobresalir en el género. Murió siendo ciudadano argentino, gracias al afecto que por él tuvo Irigoyen, quien le hizo no sólo cónsul en París sino que le naturalizó. Sus Obras completas se publicaron en Madrid, 1919-1923.

Hecha de un ritmo particular y en extremo atractiva, la prosa de Gómez Carrillo revolucionó la crónica mediante la concepción de que debía ser una obra de arte. En su ensayo El arte de trabajar la prosa contrasta la manera francesa de escribir con la española, que considera descuidada. Para Gómez Carrillo los franceses trabajan de un modo estético y no gramatical los materiales de la construcción del estilo, «los han afinado, han impedido la formación del inmenso lago muerto que, entre nosotros, forman los vocablos anticuados». «El arte, que en poesía es tan anticuado cual el mundo, en prosa es una conquista reciente. Labrar la frase lo mismo que se labra el metal, darle ritmo como a una estrofa, retorcerla ni más ni menos que un encaje, os juro que ningún abuelo lo hizo.» Para él, la imaginación y la observación eran dotes de poeta o novelista que no podía usar el nuevo cronista, pues este debía burilar y esmaltar más que crear. Sus frases son resultado de una paciente labor a fin de producir en el lector la falsa ilusión de levedad y frivolidad que le atrapa a medida que destila en él ideas e imágenes, lecturas y conocimientos puestos allí como si nada. «El arte debe ser arte, sin teorías, como la belleza es belleza; como el amor es amor; como la vida es vida». Virtuoso y lógico, su prosa no está recargada con ritmos definidos y monótonos, como en Vargas Vila, sino que usa de variados metros sin caer nunca en la prosa que se conoció a principios de siglo como poética. 

Su primer libro, Esquisses (1892), retrata a varios escritores famosos en su tiempo. Gómez Carrillo, de veinte años entonces, es seducido por los aspectos vistosos y raros que encuentra en sus admirados maestros: el dandismo y las paradojas de Wilde, las extravagantes rarezas del español Sawa, el lirismo decadente de Verlaine, el esoterismo de Nervo, todo compendiado en la figura de Darío. Luego vendrían sus restantes ochenta y cinco volúmenes, cifra descomunal para una vida que apenas llegó a los cincuenta y cuatro años. En sus ensayos, con los cuales daría cuerpo a sus libros, está la mejor memoria de los asuntos y motivos que interesaron a los modernistas. 

El que mejor le define es La psicología del viaje. Gómez Carrillo se pregunta, con Paul Bourget, maestro francés del género, para qué viajar si jamás podremos conocer las almas de los hombres de otros países; para qué ir a lugares remotos en busca de documentos humanos si ni siquiera somos capaces de conocer nuestras propias patrias, nuestro propio ser. «El conócete a ti mismo de los griegos es una fantasía engañadora.» Y puesto que es inútil pretensión descubrir a los otros en los viajes, para el guatemalteco viajar es buscar sensaciones, como las que ha visto en la América tropical: días de sol en los cuales todo parecía hervir en una formidable hornada, en que los árboles retorcían sus ramas sin que la más leve brisa las agitara, en que los troncos rugosos inflabanse de sustancia misteriosa, en que la tierra misma tenía contracciones de espasmo. El placer del viaje está en el viaje mismo porque partir es morir un poco, reviviendo, lejos de los haceres cotidianos, nuestra alma, que se enfrenta consigo misma. 

Lo único que no he visto nunca -dice- es un paisaje muerto, un paisaje quieto, un paisaje invariable. A medida que la humanidad se afina, este sólo placer de ver paisajes raros aumenta por fuerza y obliga a viajar. El que se va no vuelve nunca. Quien vuelve es otro, otro que es casi el mismo, pero que no es el mismo. Y esto que parece una paradoja, no es sino la más melancólica de las verdades.

Viajes más para el cuerpo que para el alma, los de Gómez Carrillo dejan en el lector el sabor de un mundo perdido, el de la burguesía de la Belle epoque.

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