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EL ECO DE UNA VOZ

Ana Julia Martínez

 

Intentaba tener un poco de tranquilidad para poder pensar. Lo necesitaba de modo acuciante.

Eran demasiados problemas a los que no hallaba solución. ¿Cómo podía hacer? Cada vez que buscaba las llaves en el bolso para abrir la puerta y entrar en mi casa me acordaba de la hipoteca a la que no era capaz de hacer frente. Cerraba la portezuela del coche y venía a mi mente la reparación que se hacía necesario hacerle de modo casi inmediato. Y cuando dejaba tras de mí la tienda de ropa sabía que faltaban días para que fuera el último en trabajar allí y por tanto un capítulo de mi vida después de veinte años quedaría zanjado sin haberlo deseado y con todo lo que eso conllevaría. Pero no debía desfallecer porque la sonrisa de un niño me estaba esperando todos los días y eso constituía el motor de mi existencia. Había que luchar para que esa sonrisa permaneciera iluminando mi camino. Visualizaba cada instante esa sonrisa en mi mente tratando de congelarla y mantenerla en mi horizonte como si fuera una brújula. Me marcaba el norte, me alertaba de todo lo que me quedaba por luchar todavía, de que en realidad no había hecho más que empezar aunque tuviera la impresión de haber recorrido todo el camino y tener la meta al final a la que estaba llegando jadeante por todas la inclemencias del viaje. Me daba cuenta que había arriesgado demasiado pero algo tenía que salir bien en medio de tanto contratiempo y desventura. Los días pasaban y además en mi contra. El sábado siete de mayo, sonó el teléfono. Edgar me miró como si fuera una corazonada. Descolgué, era mi hermana. "No te preocupes, Laura, he hablado con mi jefe, ni siquiera te va a entrevistar, a partir del lunes trabajarás con nosotros, ha quedado un puesto y tú lo vas a ocupar hermana: esta noche por favor duerme tranquila, ¿de acuerdo?.

 

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