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PAS DE DEUX
 
Jorge Alberto G. Fernández


El día que Teresa recibió la llamada telefónica de Dios, a las 23 horas con 28 minutos del sábado 10 de marzo del 2004, comprendió, de golpe, aquello que a muchos les toma la vida entera descubrir y algunos jamás lo logran: el sentido de su existencia. Conoció que su vida, tal y como era hasta ahora, estaba próxima a terminar; que no sería más la mujer que había sido hasta entonces, sino otra bien distinta. Su cuerpo había sido el elegido, entre cientos de millones, para alojar un alma trasmigrada y conducirla a su reposo eterno. Debía, por tanto, prepararse cuanto antes. 

Se encerró en el baño y por mucho que su madre y su marido le insistieron no salió de allí en 32 horas. Sólo abrió un par de veces la puerta; una para alcanzarles un orinal donde hacer sus necesidades y la otra para beber un vaso de champola. 

El largo encierro que cortara sus lazos con los que hasta el momento habían sido los suyos, un prolongado ayuno y una ducha bien fría le bastaron para lograr desprenderse de la antigua inquilina de su cuerpo. Cuando salió del baño, a las 7 y 30 de la mañana del martes 12, todos dormían aun, y ella era otra. 

Sacó de la campana de cristal las viejas zapatillas de punta y se las puso. Notó que el pie le había engordado un poco pero ello no fue razón suficiente para no usarlas. Así, andando en pointes, encendió el fogón para prepararse un té y dio varios viajes a la azotea en los que llevó la extensión de corriente, el tocadiscos con su disco favorito, la chaise longue con varios cojines, un servicio de té, una botella de miel para endulzarlo, y un cartucho de chícharos amarillos. Una vez completada la mudanza esparció los chícharos a su alrededor, liberó las palomas del vecino y se acostó, desnuda, a esperar el amanecer y su partida, tomando té, rodeada de palomas y oyendo a Mademoiselle Giselle en Sous le ciel de Paris. 
Muy pronto empezaron a iluminarse las ventanas en los edificios vecinos y a escucharse voces de protesta, pero ella respondió aumentando el volumen al tocadiscos. Dos palomas se le posaron encima y comenzaron a arrullarse, lo cual interpretó como otra señal divina, por ello dejó que juguetearan y hasta hicieran el amor sobre su vientre. Cuando su ex madre y su ex marido la llamaron subió aun más el volumen y volvió su mirada hacia el oriente, por donde comenzaba a asomarse el sol; el sol del primer día de Fanny Elssler reencarnada, en el siglo XXI.

Observaba con curiosidad infantil aquella bola de fuego que emergía por entre los edificios y que rápidamente fue transitando toda la gama de los rojos, los naranjas y los amarillos hasta convertirse en una mancha oscura que se hizo omnipresente donde quiera que tornaba la vista. Fue entonces cuando apareció el Emisario. Tenía, a lo que pudo distinguir, la silueta de un hombre, pero sus contornos y su rostro eran bastantes imprecisos. Se le acercaba lentamente, como quien no quiere asustar. Cuando llegó hasta ella percibió un agudo dolor en un brazo y al instante todo a su alrededor se oscureció. Se sintió elevada en el aire y transportada, como en una nube, hasta ser depositada gentilmente en una habitación de paredes acolchonadas, sin puertas ni ventanas en la que se podía respirar un extraño perfume, seguramente alguna esencia de siglos anteriores. Una música con aires escoceses le provocó viejas reminiscencias. Reconoció que aquella no era la imagen que se había formado a cerca del reposo eterno, pero tampoco estaba del todo mal. De hecho, parecía el lugar idóneo para el descanso del alma transmigrada de una bailarina, a no ser, ciertamente, por la soledad que tendría que afrontar.

No había siquiera concluido aquella chispa de pensamiento cuando frente a ella se materializó la imagen de otra bailarina. Estaba de espaldas, vestida con un traje de sílfide y se sostenía sobre sus puntas en una quinta perfecta. Inmediatamente desconfió de la presencia de la intrusa. Su estampa y su figura inconfundibles le hicieron sospechar. ¿Qué tal si aquello no era el nirvana que ella suponía? ¿Qué tal si aquello era un castigo? ¿Qué tal si su condena fuese tener que ver el rostro de su rival eterna y soportarla por los siglos de los siglos? Sus labios pronunciaron, sin quererlo, el nombre de la mujer que le había pisado los talones durante toda su carrera artística y cuya espalda tenía ahora frente a sí: María Taglioni. Medio giro de la otra y ambas se encontraron frente a frente. De haber podido, la hubiese fulminado con los ojos. También la mirada de la otra desafiaba. Grácil, etérea, como si volara, se movía a su alrededor con ligerísimos y breves pasos sobre sus puntas.

En un rapto de ira, la antes Teresa devenida Fanny Elssler, que no entendía por qué tenía que soportar aquella presencia nada seductora, con sólo desearlo trocó aquella melodía chopiniana en una vivaz cachucha que transformó la atmósfera del lugar. Alzó los brazos y en sus dedos se enlazaron un par de castañuelas que al instante repicaron como la cola de una víbora cascabel. Mientras bailaba, su cuerpo se contorsionaba al ritmo terrenal y voluptuoso de la danza española. Al terminar el pasaje se puso a un lado cediendo nuevamente el centro a la Taglioni, quien con destreza técnica marcó su posición preparatoria y esperó los acordes de su variación romántica. 

Un chasquear de cerrojos disolvió la música. Por una apretada rendija, que se abrió a ras del suelo, una mano huesuda coló una bandeja. Fanny miró a María resignada. Ahora, para colmo, tendría que compartir su aperitivo. Los acordes de La Sílfide volvieron a escucharse y la Taglioni, que no había abandonado su postura, arrancó de nuevo con su variación. Al terminar, la esperaba medio jarro de leche y un trozo de pan que le había reservado su rival, la Elsler, que se alistaba ahora, para volver al ataque, en medio de los aplausos de una multitud que las aclamaba enardecida. 

 

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