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LOS MOGOTES

Orlando A. Nieto W.



Las formas se pierden, se diluyen. Recuerdos de la niñez diez años tal vez, un poco menos. Una finca en los alrededores de Caracas, que fue vendida después. La casa ahora es un sitio oficial. En ese entonces era de ladrillo rojo, interior con puertas de madera. Vidrios esmerilados. Espacios amplios, un jardín con muchas calas y hortensias, una cerca, varios galpones. 

Árboles de guamo, desde allí nos lanzábamos hacia unos mogotes cómo de bambusillo muy cerrado, la caída era como de tres metros, una inmensidad y rebotábamos varias veces, eso era mogotear. Cerca pasaba una quebrada o pequeño río pues era permanente, en donde no dábamos cortos baños. Después íbamos hacia una vaquera y regreso a casa.

Escuchábamos conversaciones entre nuestros padres, tenía que ver con nuestra educación, a veces escuché algo sobre los mogotes. Supuse bien que eso no era del agrado de nadie. Se empezó a tejer un silencio, cuando nos acercábamos se cambiaba el tema. Yo supuse que debía hacer algo.

Por el frente de la casa pasaba un camino, que llevaba a Caracas en un sentido, en el otro llegaba un par de kilómetros más adelante. Pero por ese lado venían arreos, hombres con ruana, que venían de la Colonia Tovar, de Apretadero, Los Laureles, Tibrón y Tibroncito. En las mulas cargadas, traían frutas, duraznos, fresas y hortalizas. Después seguían hasta la Laguna, en el Junquito. De allí camiones llevaban los productos a Caracas. Aunque recuerdo haber visto arreos y mulas en Catia. 

Yo tenía la certeza, que me enviaban a otra parte. En ese momento, no se me ocurría nada que pudiera impedirlo. Veía a nuestra perra Yalta, una danesa atigrada, que era una verdadera fiera. Más de una vez mi padre dijo que mamá era como Yalta. Yo lo entendí. La perra paría y los perritos se fueron regando, aún hoy hay atigrados en esa zona.

A veces, por las noches, con un profundo silencio, escuchaba solo al viento silbar entre los árboles. Me producía cierto temor, pues suponía que eran unas especies de almas que estiradas, de formas alargadas, se paseaban entre las ramas y luego se lanzaban a mogotear a gran velocidad. Me producía vértigo el solo pensar en aquello. Pero, por lo demás estaba seguro, que las cosas eran así.

Una noche, el viento se detuvo, por completo, en la oscuridad, nada se movía. Yo en mi cama, me llevé las cobijas por arriba de la nariz, sabía que algo sucedería. En efecto, en medio de aquel inmenso silencio, aprecie que a al lado de mi cama estaba, de pie, una señora. Nunca la había visto. Me miraba fijamente. Luego, levantó un brazo, y con su mano muy blanca y los dedos cerrados me hacía señas que la siguiera. Llevaba un pañuelo en la cabeza. Aterrado, no dije ni hice nada. Al poco tiempo, se torno como una gasa y poco a poco desapareció. No pude dormir.

Aquella visita se repitió. Fueron tantas veces que decidí que era mejor contarlo en la casa. Se armó un barullo de proporciones. Por mi parte decidí que Yalta dormiría a los pies de la cama. Cuando la dama se presentó la perra dormía profundamente, que supuse que ni siquiera la olfateó. Volvió a dormir afuera, por inútil.

Pasados unos días el asunto de la visiones era la comidilla en mi familia. Algunos afirmaron que eso pasaba por leer historias de terror, cosa que no era cierta, pues leía a Salgari y a Stevenson, pero incluso hubo alguien que aseguró que eso eran los penecas, o cuentos dibujados. Nada era cierto, pero la dama volvía silente a los pies de mi cama.

Así pasó un tiempo hasta que un día mi padre encendió su camioneta Dodge verde y junto a mi madre emprendimos un viaje. Llegamos a Caracas y después me dijeron que iríamos a San Francisco de Yare. Yo por supuesto había oído hablar de los Diablos de Yare y supuse que todo eso estaba relacionado. Los vientos de la noche, pasando por los mogotes, la señora en los pies de mi cama y las figuras de las máscaras de los famosos diablos.

En el pueblo entramos a una casita blanca, de techos de caña y tejas oscurecidas por el tiempo. Dentro un hombre mayor, negro, a quien le faltaba un diente, en pantalones blancos con un cinturón negro y sin camisa. Entramos los tres y nos detuvimos delante de él. Yo miraba alternativamente a mis padres y al señor. Sin mediar otras palabras, sin preguntarme nada, dijo con su voz cavernosa- ¡Ya no veras más nada!- Mi padre le entregó algo que supuse era dinero y emprendimos el regreso. Ya oscurecía.

Entrada la noche, en un momento, como una exhalación estábamos de nuevo en la casa. Mi mamá aseguraba que el viaje de regreso había tomado menos de una hora y que no habíamos pasado por Caracas. Eso no era posible, pero así había pasado. Yo a esa edad no tenía ninguna explicación para nada de lo sucedido. Me intrigaba que el hombre de San Francisco no me hubiese preguntado nada y tuviera una respuesta tan precisa.

La verdad, que esa noche pensé en meter a Yalta en mi cuarto, pero me dije a mi mismo que ya había demostrado su ineficacia en este asunto. Así que me fui a dormir, un poco cansado. Esa noche la dama no vino, ni la siguiente ni nunca más. Seguí leyendo otras cosas y nunca jamás la dama volvió a aparecer, desapareció de mis sueños. Me volví adulto.

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