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IDEAS RELIGIOSAS DE LOS TIEMPOS PREHISTORICOS

Luis Mesquita


Si el lector ha tenido la benevolencia de darle una leída a nuestros “Devisaderos de la Argentina temprana”, habrá percibido que intentamos escribir sobre temas históricos ubicados en los días que corren, sin por eso ser adoradores del dernier cri de la mode. Para muchos de los que tratan de estos temas, sobre todo si han pasado por la educación académica con vocación o sin ella, basta decir que “esto ya no se enseña”, o que “esta postura ya no tiene casi adeptos” para condenar un autor, -una escuela, una mentalidad-, a la categoría de retrógrado o de desactualizado.

No obstante, si se hurga un poco en la bibliografía de los historiadores actuales –incluyendo a antropólogos e investigadores provenientes de otras ciencias humanas- vemos que las obras en que se basaron o que tuvieron en cuenta se remontan a menudo a muchas décadas atrás (descontando, obviamente, las crónicas de época). Lo que es perfectamente lógico, pues lo contrario implicaría “quemar” el fruto de siglos o milenios de trabajo e investigación valiosa y, lo que es más importante, válida según los casos y las condiciones concretas. 

Basta tomar precauciones, actualizar lo actualizable, desconfiar de lo que puede atribuirse a la “ignorancia invencible”, en una palabra aplicar las salvíficas reglas de la sana crítica, las mismas que usa un juez para evaluar la prueba, para extraer lo veraz y lo útil y mantener el contacto vivo con los que nos precedieron.

Hecha esta necesaria introducción, tenemos el gusto de destacar que entre las tendencias más recientes en materia historiográfica, se encuentra algo que sin duda no es enteramente nuevo –nihil novum sub sole, dice Salomón- pero en alguna medida novedoso: la investigación de una historia total, que incluya la observación, lo más profunda posible, de las mentalidades, ideas y creencias.

Sostienen los innovadores, y en alguna medida tienen razón, que hubo formas de escribir la historia que no le dieron a esos aspectos la importancia debida, o que los trataron con prejuicios positivistas o marxistas. Queremos con estas notas contribuir en algo a subsanar esa omisión, en lo que hace al papel de la religión en la vida de las sociedades.

Hoy comenzamos tomando algunas ideas y contenidos de una obra valiosa: la “Historia de las Religiones” de Carlos Cid y Manuel Riu, Catedráticos de Universidad, prologada por Alberto del Castillo, Catedrático de la Universidad de Barcelona (Ed. Ramón Sopena, Barcelona, 1972). Se trata de un trabajo hecho por especialistas, de intelectuales pertenecientes al ambiente católico español de los tiempos del Vaticano II, quizás algo teñidos de “progresismo” y de “ecumenismo”, lo que puede llevarlos, por momentos, a lo que en portugués se llama “alaranjar”, que viene a ser algo así como aguar algunas realidades que pueden resultar chocantes y perjudicar ciertas aproximaciones. No obstante, a nuestro juicio, aporta información seria y veraz que arroja luz sobre un tema vital y poco conocido.
Presentado el material, vamos a su contenido.

Ideas religiosas de los pueblos prehistóricos:
Luego de enumerar los diversos tiempos y fases en que se subdivide la prehistoria, período de la existencia del hombre “que se extiende desde su origen hasta la aparición de la escritura como medio de expresión”, se refiere a los pueblos primitivos, “cuya evolución cultural no ha llegado al nivel alcanzado por los antiguos chinos y japoneses”. Entre éstos incluye a grupos de americanos precolombinos. “Son los primitivos de todos los tiempos, y de hoy, sin escritura (al menos como invención propia), y, en cierto modo, la continuación y el reflejo de los hombres prehistóricos”.
Intentan dar un esquema de sus ideas, advirtiendo que no puede hacerse una comparación absoluta.

Prestemos atención a las razones de esto. No es posible una comparación absoluta porque los medios ambientes son muy diferentes y porque “una parte, por lo menos, de la humanidad prehistórica era de un carácter muy superior a estos últimos, diferencia que precisamente explica sus destinos tan dispares” (el destaque es nuestro).

Destaca las dificultades derivadas de la falta de fuentes escritas (lápidas, inscripciones que transmitan nombres de divinidades o ritos), “pero la deducción lógica permite llegar con toda seguridad a unas cuantas conclusiones y formular hipótesis sobre ciertos puntos”, no absolutamente demostrables aunque sí verosímiles y que “encajan perfectamente en aquel ambiente”.

Ceremonias funerarias, tan antiguas como el hombre:
Las ceremonias funerarias son universales y tan antiguas como el hombre. Las tumbas han sido el más elemental modo de expresión religiosa y una prueba concluyente de la creencia en la otra vida, consustancial al hombre aún en las tribus “de mentalidad religiosa menos desarrollada”. La fuerza de esta convicción se hace sentir aún en los sistemas políticos ateos actuales, delatando “la permanencia de esa idea básica a veces deformada”.

Las sepulturas y ritos permiten otras deducciones: el convencimiento de que los muertos conservan en el otro mundo la conciencia de su personalidad. Pues si con la muerte se acabara la existencia individuada del hombre, no se justificaría el cuidado de su cadáver ni de su alma.
Entre la ilimitada variedad de creencias de los distintos pueblos, “lo más frecuente es suponer eterna la segunda existencia después de la muerte. (...) el hombre prehistórico, como el primitivo posterior y actual, cree en el mantenimiento de la personalidad en el más allá, con necesidades muy semejantes a las terrenas”, como lo demuestran las armas, adornos y alimentos ofrendados a los muertos.

Los matices de esta forma de creer en la vida ultraterrena son importantes. Los prehistóricos y primitivos no podían dejar de ver la descomposición del cadáver y de los elementos ofrendados. Pero al parecer no creían que los objetos físicos acompañaran al difunto sino su espíritu, así como no es el cuerpo del finado el que sobrevive sino su espectro. Esto lleva a la creencia en una existencia similar a la terrenal, en un mundo poblado por fantasmas.

Se supone que los colores depositados en las tumbas de ciertas tribus indígenas deben permitirles presentarse decentemente en el otro mundo o aún pintarse como corresponde para participar en combates ultraterrenos, semejantes a los que sostenían en este mundo. Síntoma elocuente de otra idea, expresada de distintas maneras según cada pueblo: es la asociación imponderable entre colores, formas, ambientes y estados de ánimo y actitudes. 

Además de estas finalidades que denotan rango, costumbre social y preparación para la lucha, los colores tuvieron en la Prehistoria y entre los primitivos un sentido más profundo: el rojo simboliza y sustituye la sangre, la energía vital. Empapar el cadáver de rojo tenía la finalidad de multiplicar la potencia vital del difunto en la otra vida, como la momificación egipcia pretendía favorecer la conservación del alma, o la introducción de una piedra de jade en la boca asegura la incorruptibilidad para los chinos.

Un punto clave: la relación entre muertos y vivos:
Otra consecuencia importante es la relación entre muertos y vivos. Los primeros necesitan de los cuidados y ofrendas de los segundos, que a su vez pueden ver su vida afectada en forma favorable (protección de los antepasados) o perjudicial (espíritus malignos).

A esta altura los autores advierten que es difícil sostener con seguridad ciertas afirmaciones dada la influencia en nuestras mentalidades de pensamientos muy posteriores (clásicos, cristianos) que puede no ser lícito extrapolar al pasado prehistórico. De todos modos, aseguran que el lugar de sepultura y orientación o posición de los cadáveres tenían generalmente un significado concreto relacionado con la firme creencia en la otra vida.

Sobre este punto, cuestionan la idea de que los cadáveres encogidos, violentamente plegados y fuertemente ligados intentasen reproducir la posición del ser humano en el vientre materno, como si se tratara de una gestación para la nueva existencia. Idea que puede ser válida para algunos primitivos, pero que no está claramente demostrada. ¿Por qué?

La preocupación de los primitivos por sus muertos no siempre obedece al amor o al respeto: con más frecuencia se debe al miedo. “El primitivo vive aterrorizado por los espíritus invisibles –visibles y casi reales en su imaginación-, agentes de todas las enfermedades y catástrofes, que muchos de ellos nunca explican por causas naturales” y atribuyen la muerte a la actividad maléfica o encantamientos de sus enemigos.

Esto nos recuerda comentarios de los cronistas de Indias con relación a los araucanos y a los diaguitas, que no consideraban la muerte como un fenómeno natural sino como una acción provocada por rivales o adversarios, lo que daba origen a interminables venganzas. Ruy Díaz de Guzmán habla de pueblos aborígenes que se cortaban las falanges de manos y pies para ahuyentar los espíritus de los muertos.

Los tongas –bantúes- “pliegan y atan a los moribundos antes de que fallezcan, y otros primitivos, en casi todas las tierras no civilizadas del planeta, siguen prácticas idénticas. Esta costumbre pretende inmovilizar el cadáver y, a través, de él, al espíritu para que no moleste o perjudique a los vivos”. A veces, “eran enterrados con las manos y los pies atados, tendidos de bruces e incluso con la cabeza hacia abajo”. 
(Dejamos la discusión sobre tierras no civilizadas, tan cara a ciertos antropólogos, para otro momento).

Esta referencia nos trajo a la memoria que en la zona de Humahuaca estaba difundido, al parecer, el oficio de “despenador”, que terminaba la vida del moribundo quebrándole la columna vertebral (hemos visto un cuadro representando la macabra escena de eutanasia en un museo local). Se dice que era para abreviarle sufrimientos, pero puede tal vez relacionarse con esta “prevención”, y el intento de asegurarse de que el individuo morirá en las condiciones deseadas, para impedirle a su espíritu perturbar a los vivos.

Es fácil imaginar los sufrimientos indecibles que prácticas de este tipo causan a los moribundos, en el momento en que su cuerpo y su espíritu requieren el máximo de cuidado, de bondad, de buen trato. Y el cambio profundo que en este aspecto representó la visión cristiana de la muerte, y la idea de piedad y caridad en estos trances definitivos. 

A título de ejemplo, y aún a riesgo de violar la norma no escrita pero férrea de lo “culturalmente correcto”, recordamos en ese ángulo que tanto pesa en la vida de las personas, una caracterización de la Virgen María como “asilo universal de los vivos, consuelo todopoderoso de los afligidos, de los moribundos y de las almas del purgatorio” (San Luis María Grignion de Montfort). Es sobre todo en estas horas supremas que nuestro pueblo recurre al consuelo que brinda la Fe cristiana.

Cerramos por hoy nuestros comentarios sobre las ideas religiosas de la Prehistoria y de ciertos pueblos primitivos. Dejamos para otra oportunidad la discusión respecto del concepto de pueblos primitivos o zonas incivilizadas del mundo a los que se refieren Cid y Riu, falseada en los términos por ciertos autores que abusaron de él y otros que la niegan radicalmente en nombre de una pseudo-ciencia.

Nos parece importante ahondar el tema de la relación entre vivos y muertos y las consecuencias para los primeros; y lo más digno de tenerse en cuenta, la inmemorial creencia en la vida eterna, concebida de diversas maneras, como así también las perspectivas superiores que se derivan de esta realidad.

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