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ERNESTO DE OLIVEIRA, 
los distintos escenarios de la geometría 

Joan Lluís Montané(*)

 

Ernesto de Oliveira es un pintor geométrico que construye su obra empleando el color y la forma, partiendo de la base de que todo es dinamismo, porque la propia esencia es cambiante y no existe nada permanente. 

El color transforma la forma, indaga en los tonos y gamas, que influyen en las estructuras que viajan de forma constante, impulsadas por el gesto y el movimiento veloz. El gesto incide en la forma, insertándola en una dinamicidad frenética que, a simple vista no se ve, porque el ojo humano no puede alcanzar su capacidad de maniobra, pero está en cambio continúo. 

La forma no es un ente hierático, posee cinetismo, porque la vivencialidad que encierra, la gran aglomeración energética que conjuga, es realmente espectacular. De ahí que la geometría no sea una entidad anquilosada, producto del cálculo matemático, de la síntesis estructural solamente. Antes, al contrario, se trata de dar a entender que forma parte de la propia vida y, como tal, está sujeta a variaciones y contrastes. 

Gesto, segundos que son fugaces, que parecen chispas que saltan de la hoguera y que prende las estrellas del firmamento de sus composiciones. 
Instala a través de sus geometrías momentos, reflexiones al vuelo, fragmentos de vida, compartimentos comunicativos, traslaciones, intervenciones continuas para desvelar aquellos secretos mejor escondidos, que guardados bajo siete llaves, caen por su propio peso, a partir de la génesis de lo emblemático, del descubrimiento de lo profundo contenido en la malla cromática. 

Mientras la forma abre y cierra puertas, se abren y se clausuran otras. Cada zona es distinta, pero la mecánica se repite en todas, aunque el dinamismo impide al creador caer en actos mecánicos y en escrituras automáticas direccionales.

Hay también un claro componente destacado que es la sensación de silencio, que abarca la composición, adueñándose de las circunstancias y de los momentos. El silencio es gesto. 

La forma es estructura en movimiento. No hay segundos interminables, son segundos del momento, que es el silencio, que deviene en versiones electroacústicas de lo singular. 

Música, ritmo, viveza, todo se armoniza de forma permanente en una creación que se supera a sí misma de manera continua, buscando la propia superficie, para instalarse en el interior del paradigma. 

El color, el silencio del color. Cromatismo, el silencio sereno de la forma. La forma tiene música, que surge del silencio, que se mantiene en el espacio También es gesto que modifica la estructura que conforma la composición. 

Contemplo las partículas, los átomos que nuclean la base. La forma es aparente, sólo en teoría, dado que se mueve buscando su porción de libertad. De ahí que Ernesto de Oliveira monte estructuras imposibles, arquitecturas inusuales, que indagan, viajan, se trasladan hacia la esencia de lo cambiante, en dirección a la verdadera rotación de parámetros. 

Gesto, espacio, vacío, búsqueda de la superación de circunstancias, de momentos, de fugacidad, a veces inquietante. Porque el instante es limitado, posee una identidad y es el resultado de una extraña combinación físico-química. La prisa, la sensación de que todo es efímero está contenida en el preciso instante en el que constatamos que todo da vueltas, que la energía es el margen de maniobra que todo lo domina. 

Hay dinamicidad visual, que constituye en sí mismo un signo, un alfabeto que todos obedecemos. Porque la imagen es la formulación pragmática de la teoría, la constatación de que estamos en el camino de la circunstancialidad, en el que todo es voluble porque hay una génesis efervescente que potencia cualquier signo energético. 

Las partículas están en constante ebullición, de ahí que las formas se muevan, se auto -regeneren, se sumerjan en una especie de docudrama, buscando la salida del laberinto, el fin de la estructura conocida que conforma nuevas estructuras que, a su vez, hilvanan un discurso laberíntico. Parece un complicado puzzle, pero la obra del creador de origen portugués afincado en Madrid, es diáfana, porque posee espacios de libertad, ventanas abiertas al exterior, permitiendo la circulación de energías, la potenciación de la gestualidad y la perspectiva de la cromaticidad. Al final del túnel esta la luz, que es color, que nutre la forma, que la reinterpreta, para darle una salida mágica, especial, personalizada. 

La forma es arquitectura, que constata por sí misma a los cuatro vientos al cambio generado por el movimiento, dando alas a la libertad de procedimientos.

Hay un camino, gestos, curvas, ondulaciones, también presencia de líneas rectas, puentes, rectángulos semi-círculos, circunferencias, aquí y allá a modo de puzzle que nunca para, que siempre se mantiene, que en todo momento se nutre de la propia idiosincrasia. 

Buscador empedernido, sabedor de la gracia de la vida, que se basa en la fugacidad del instante, en contar al milímetro el segundo que se supera a sí mismo. No hay limite para el cálculo, no existen cortapisas para los puentes, puertas, ventanas que sugieren buscar más allá de las anécdotas en su composición. 

Plasma ventanas que nos conducen a otra dimensión, encaradas a otro mundo, que supera los límites de las partículas, que se desparraman por el suelo, buscando la tridimensión. 

Su obra pictórica persigue, a través de su desarrollo de las arquitecturas imposibles, la consolidación del momento cromático optimo. De ahí que los colores, suaves y apastelados, tengan fuerza, sean coherentes, impriman una sensación de rapidez, de movimiento continuo, de estar alerta para seguir avanzando. Es como la construcción de una ciudad inventada en la que todo es, aparentemente, previsible, pero en la que nada es igual que en otra parte. Lo que está claro es que su teoría geométrica se sustenta en la variación y el cambio, en la transmutación continúa, en la agilidad de lo constante, porque en la dinamicidad reside la persistencia de la propia esencia. 

Sin gesto no hay energetización y, por consiguiente, su obra siempre está lista para ser objeto de dialéctica, de insertarse en los prolegómenos de la propia visualización del laberinto, buscando la salida idónea, especialmente en unos momentos en que la tela de araña nos intenta atrapar a todos para evitar conocer otros laberintos.


(*)De la Asociación Internacional de Críticos de Arte 


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