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EL “OTRO” RIVERA RECALA EN ESPAÑA

Rodrigo G. Bermejo

 

Hay que estar de enhorabuena por el aterrizaje en suelo español de la totalidad de los fondos pictóricos de la colección del mexicano Instituto Veracruzano de Cultura. El conjunto, compuesto por 36 obras en pequeño formato realizadas por Diego Rivera, procede de su sede permanente en Xalapa -la Atenas veracruzana- y transitará por diferentes ciudades españolas durante los próximos meses


        
     Retrato de Oscar Morineau-1936
La historia de la colección, que en estos momentos podemos disfrutar, tiene su origen en 1907. Cuando Rivera contaba 21 años el entonces gobernador de Veracruz, Teodoro A. Dehesa, le concedió una beca para que se formara en Europa durante cuatro años y, a cambio, el pintor le entregaría una serie de cuadros que revelaran los avances que iba logrando.

Las posteriores donaciones que realizó Rivera, a lo largo de toda su vida, a la Institución permitió que el conjunto se fuera incrementando hasta completar el número de obras que posee en la actualidad, que van desde 1904 hasta 1956, el propio año de la muerte del pintor.

Gracias a estas sucesivas contribuciones, la colección consigue ofrecer una visión mucho más global y totalizadora de los trabajos sobre caballete del mexicano

La estructura lineal de la exposición permite que los cuadros se clasifiquen cronológicamente. Así, se ve como Rivera transita por diferentes estilos pictóricos: parte de un academicismo propio del período de formación -bajo la tutela de Santiago Rebull, discípulo del mismísimo Ingres-, para después, ya en Europa, formar parte de la vanguardia más actual, con cuadros fauvistas, puntillistas y cubistas. Posteriormente, y tras un fundamental paso por Italia de asimilación del clasicismo, regresa a México donde terminará de definir su estilo. Éste se caracteriza, en un primer momento, por el gusto ante lo autóctono, la cultura popular y la belleza de su tierra, para, finalmente, alcanzar una madurez artística relacionada con el compromiso político y social.

La exposición, aparte de esta distribución temporal, posee una estructura interna que consigue englobar los grandes temas tratados por el pintor mexicano: retratos, paisajes, bodegones, desnudos, cuadros costumbristas y dibujos y bocetos. La belleza lograda en los dos desnudos, muy clásicos, aunque cada uno en su estilo, es la única capaz de acercarse a la calidad que demuestra la mano de Rivera en los retratos. Éstos, que no se limitan a un período concreto, conforman la temática más destacable de toda la muestra.

Rivera, en sus “retratos psicológicos”, consigue ir más allá de la mera fidelidad fisonómica: logra sacar a un plano superficial aspectos interiores de los retratados. Características como la penetración psicológica, la vaporosidad espacial, la nerviosa agitación -sobretodo en las manos-, el enfoque fotográfico e incluso ciertos aspectos tenebrosos de los personajes, le emparentan con los grandes retratistas que marcan esta línea en el primer cuarto de siglo como Kokoscha, Soutine y, en menor medida, Dix o Schad.


Lupe Marin - 1924


       Desnudo con girasoles - 1946

Pero por encima de someras descripciones, esta exposición debe analizarse en comparación -o, mejor dicho, en contraste- con la obra clave del pintor, sus fantásticos murales. En este sentido, hay ciertos aspectos que sorprenden de una especial manera. Por un lado, como ya se ha apuntado, está la dimensión de las obras que el IVEC presenta. El pequeño formato obliga a Rivera a una concepción espacial que difiere en gran medida de las enormes paredes que decorará en su período de esplendor. La forma de atacar la obra es, por tanto, completamente diferente sobre estas dos superficies, pues esta variación supone trastocar la idea global de la obra, así como el trabajo de la figura humana, siempre tan presente en su trayectoria. Sólo en unos determinados cuadros de la muestra (los relativos a los campesinos y trabajadores pintados en Moscú hacia el final de su vida) se llega a apreciar una similar actitud a la hora de “fabricar” los personajes en estos pequeños lienzos. Como en sus enormes murales, se apoya en una estilización de la figura y los crea con una equiparable soltura; son personas que en seguida nos traen a la cabeza los figurines de las pinturas de Brueghel o, incluso, los que pueblan las tiras cómicas de Vallotton, en la faceta más irónica del pintor nabi.


Pero el aspecto de la exposición que más llama la atención, por anómalo, reside en los cuadros fechados en la primera época del artista, previos a su definitiva vuelta a México en 1921 cuando ingresa en el programa gubernamental para pintar murales. De esta etapa se aprecia cómo Rivera, lejos de encontrar un estilo propio, transita por diferentes caminos sin llegar a sentirse a gusto en ninguno de ellos -sólo en el cubismo, pero por poco tiempo: hasta darse cuenta de que no era la forma adecuada para un arte popular y comunicativo, propósito primordial de su arte-. Las idas y venidas del “otro” Rivera, de un pintor todavía, tanto técnica como temporalmente, muy alejado del gran muralista, ofrecen una idea de la complicación que supone encontrar un manera de trabajar determinada y auténtica en cada artista. Aunque esta primera parte de la exposición pueda darnos la vieja imagen del “pintor de múltiples manos”, hay que entenderla como la búsqueda de unas fórmulas de trabajar la pintura coherentes con el pensamiento del pintor.


Paleando nieve - 1956

En definitiva, estamos ante una ocasión única para descubrir, por parte del público español, estas facetas menos conocidas y relevantes, pero no por ello exentas de calidad, de una de las paletas sudamericanas más interesantes del siglo XX.

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