MANUAL PARA MANEJAR RECUERDOS

Carlos Bugarin

 

Quien ha mirado a través de un vidrio mojado por la lluvia sabe que existen dos realidades simultaneas.

Una irrefutable y otra que; según la opacidad, lo empañado del cristal y el dibujo de las gotas deslizándose,  puede dar variadas imágenes  de la realidad exterior.

Uno fija como real  la figura de un árbol, por ejemplo, en parte por su imagen  visible distorsionada por la lluvia  y  por haber divisado ese  árbol  en días de sol brillante.

Algo parecido pero más acentuado sucede con los recuerdos.

Ahí las gotas de agua son  gotas de cera derretida que se van solidificando y perdiendo su transparencia, La lluvia espesa como una señal interferida y  creciente, oscurece el panorama y la figura visible del árbol es  inexistente. Entonces la imagen que se forma en la pantalla interior es la del árbol frondoso de cuya sombra y contemplación uno disfrutara en alguna primavera.

Cuando se han vivido emociones fuertes, es casi una necesidad interior imperativa, casi obsesiva, la recurrencia al pasado. Entonces ante la imposibilidad de compilar todas las imágenes de todos los tiempos, se adoptan  tres situaciones distintas.

Una es la tendencia a la perfección de la cosa que se conmemora. La exaltación de sus aspectos más notables y generosos, lo que provoca formidables saudades con toda la carga que estas conllevan. Otra es la negación de toda virtud, la prevalencia de las miserias,  la observación de las inconveniencias personales del momento, los dolores de la remembranza, la priorizacion de defectos  y los prejuicios. Esto obra a modo de preservativo del alma y  tiene como motor la prevención de todo disturbio o dolor remanente que pudiera fecundarla e instalarse en ella como una rémora espiritual.

La tercera postura es la  “ecuanimidad conceptual”, a pesar de ser la más razonable es totalmente inservible. Y es la más inútil de las tres por ser precisamente la más racional. 

Es solo conveniente para prevenir malos negocios y accidentes domésticos.

Mucha gente recurre al refranero inútil como el del “quemado con leche”,  que llamativamente culpa a la noble  vaca y no  a la  torpeza del quemado en el manipuleo del hervidor o de la taza caliente.

Lo único que preserva la excitación del alma es la ausencia de toda memoria. Y eso se llama olvido.

Algunos confunden esa ecuanimidad memoriosa con la experiencia, pero no es así.

La experiencia sirve solo para hechos repetibles y previsibles. Los animales  adquieren experiencia y hacen de ella su rutina diaria.

Por eso constatar un recuerdo con una visión contemporánea y actualizada es un error. Porque decir recuerdo, es decir tiempo transcurrido y el tiempo es el verdadero nexo modelador entre el suceso y la crónica.

Esto es lo único que justifica la insistencia, la perseverancia y la  reiteración de nuestros errores más formidables.

Pretender que el tiempo no existe en esta ecuación es negar la existencia de la realidad.

No existen museos de cosas vivas. No somos mas que un montón de experiencias amontonadas y actuamos en consecuencia. 

La mente es  un  confuso e impreciso cúmulo de desordenados ficheros donde uno acomoda como puede sus historias y sus escrúpulos.

Uno puede volver varias veces a un mismo lugar pero si bien detalles inmortales le dirán que ese y no otro, siempre  habrá algo que marcará una diferencia. Desde el propio  cambiante “uno mismo”,  hasta  un  color o un aroma propios de la luz y las fragancias de ese instante y no de otro.

Convencido de esto, pienso entonces que no existe otro camino que  rebelarse a la lógica de la evidencia, ante el riego cierto de quedar vacío de recuerdos.

Plantarse frente a ella y apostar siempre a la permanencia inmutable de las gratitudes.

Los mejores recuerdos son aquellos que no obstante ser tan certeros y evidentes como un dolor de muelas, pareciera que nunca hubiesen existido de tan conmovedores que son.

Pero siembran la saludable sospecha  de que no todo es inútil.

Sobre todo cuando uno ha sido protagonista de  situaciones que se tienen reservadas a los héroes de las películas -tan acostumbrado que está a ser un simple observador desde la fila dieciocho-.

Para algunas personas no existe heroicidad  alguna  en las cuestiones cotidianas mas allá de la resistencia apechugada a las durezas de la vida y la ilusión de atrapar un instante de gloria mediocre como un empate sobre la hora o una “honrosa” derrota ante el  Eterno.

Otras agotan su cuota de coraje a fuerza de golpes demoledores del destino, que no solo matan en vida sino que destruyen cualquier posibilidad de alentar una utopía que la tenga como protagonista.

No obstante el dolor es en si una forma de esperanza, existe el sano regodeo del dolor. Esto  lo saben los que sufren de verdad.

El resto es pura resignación, aguante y un dejo de esperanza no muy preciso en cuanto a objetivos.

En ese entendimiento, cierta cobardía tiene su lógica.

 “Tal vez, algún día”.

Esta frase encierra toda esperanza que cabe en el mas ambicioso de los propósitos, todos los preservativos de la caja y todos los peines finos en la cartera de la dama o el bolsillo el caballero.

Conviene no perderla de vista.

 

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