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LA BIBLIOTECA Y SUS PARADOJAS

Carlos Yusti

 

He podido constatar, aunque resulte un tanto contradictorio, que una biblioteca no el sitio ideal para un escritor. Mucho menos es el lugar idóneo para un lector polivalente. Es decir, para un lector interesado en la lectura sin otros apremios que el ocio y la disposición de entregarse a la aventura literaria por el sólo placer hacerlo y pasar un buen tiempo ensimismado en los pasadizos encantados de las palabras y la imaginación. Una biblioteca es una especie de refugio pasajero, de un espacio rápido que visitamos para entrar en contacto con el sortilegio de las palabras impresas, con esa capacidad del hombre de comunicar sus asombros y sus dudas. Quizá en esto reside el deleite inagotable de las bibliotecas: tantos libros y sin el tiempo disponible para leerlos todos. 

Sin mencionar que entre el lector y el escritor hay diferencias profundas. Mientras el lector es un ser pasivo dispuesto a dejarse atrapar por el contenido de los libros, el escritor es un ser activo en contienda permanente con las palabras, con el párrafo bien escrito, con la pesadilla bien delineada para exorcizar sus monstruos privados. En el lector puede operarse el deseo de escribir, en el escritor por su parte el deseo de leer jamás cesa. El lector cree en lo escrito, se deja ganar por una buena historia: por un excelente verso, por un preciso aforismo. El escritor es un descreído, un ser mutable, incluso de sus propias ideas tejidas en el papel, o en la pantalla del procesador. El escritor escribe para desengañarse y para no aferrarse a nada, sólo está interesado en enfrentar la página en blanco y que sus ideas tengan cierta ensimismada elegancia. Aunque ya Nietzsche había sentenciado que lo bueno era tener ideas y poder desprenderse de ellas e incluso tornar un camino contrario de las mismas y llegar al desconcierto total.


"Don Quijote y Sancho", óleo s/ lienzo
autor: José Ramón PACHO Gato
Entre mis planes, que por lo demás no eran muchos, no estuvo nunca eso de ser bibliotecario.   La imagen de Jorge Luis Borges (y de algunos otros escritores) me azotaba en el rostro como un viento helado de especulaciones intelectuales y librescas.   O sea, que se corre el riesgo de escribir y hablar como un libro.   Sin embargo puesto en el camino se echa uno andar con el equipaje ligero de unos versos de Kavafis:  
"Cuando emprendas el viaje hacia Ítaca,
ruega que sea largo el camino
lleno de aventuras y experiencias".

Y en este trayecto, aparte de las aventuras plasmadas en el papel, he entrado en contacto con esa experiencia suprema de vivir como si uno fuese un personaje de cuento con princesas y dragones, con la metáfora a ras de la piel, con los sueños sobrehilando nuestros huesos y la sensibilidad suficiente para superar cualquier obstáculo.

La primera idea que se tiene de una biblioteca es la de un depósito donde se almacena polvo, periódicos viejos y libros. Lugar un tanto solemne en el cual unas "odiosas" señoras te exigen guardar silencio. Como los depósitos de electrodomésticos, los hemiciclos, las iglesias y demás antros de solemnidad almidonada me desalientan una barbaridad, traté que las bibliotecas, donde fungí como director, dejaran de ser estancias anacrónicas de silencio y tratar de convertirlas en centros culturales bulliciosos. La biblioteca como sitio de encuentro para jóvenes y niños, lugar para conversar, ver una película e incluso para dialogar sobre literatura con algún escritor. En este modesto propósito encontré muy buenos aliados.

Tratar de que las bibliotecas sean recintos activos del saber y la alegría no fue fácil. Como primera tarea me propuse volcar las bibliotecas, y por ende los libros, a la calle. Realizamos ferias de libros, cajas viajeras para escuelas y ancianatos. Visitábamos escuelas con exposiciones de libros itinerantes y todo ello acompañado de cine, charlas y jornadas de pintura.

Quizá las bibliotecas no estaban dotadas con el material bibliográfico adecuado, pero yo sólo tenía claro que el libro debe ser un aliado permanente para la formación humanística de jóvenes, adultos y niños en la ciudad. No cabe duda que todas esas propuestas llevadas a la práctica, para que la biblioteca dejara de ser un depósito de libros y se transformara en un centro vital de información, fue un ensayo superficial con miras a profundizarse con el aliado de la teleinformática.

Con el advenimiento dé nuevos sistemas tecnológicos de comunicación (el Internet, la TV por cable, etc.) el libro como objeto comunicacional y cultural sufrirá cambios rotundos. Sin querer ser un profeta del desastre en un futuro inmediato las bibliotecas serán sólo museos, sitios extraños de peregrinación para un contado número de ratones de biblioteca e iniciados en el arte de la lectura sobre el papel.

El libro, a pesar de los cambios que lo puedan afectar su configuración habitual, posee un don especial, un efluvio característico, una textura bastante especial. Abrir un libro es entrar a un mundo de códigos, historias, ideas, sueños y humanidad que difícilmente se consiguen en la existencia ordinaria.

En algunas ocasiones me observo a distancia y comprendo, con asombro, que soy el resultado de algunos libros, buenos, malos y peores; que lo poco civilizado que hay en mí no es producto de mi educación escolar, sino de mi excesiva, azarosa y desprejuiciada actividad lectora. Además jamás atendí aquella martilleante recomendación de los ensopados profesores (olían a sopa de sobre entremezclada con Jabón de Reuter) que tuve que padecer: "Estudia más y lee menos".

Creo que leí muchos libros en mi adolescencia no para educarme, sino para hacerme de una alma, para darle espíritu letrado a mi cuerpo, para ensanchar mi imaginación algo árida y despoblada de tanta rutina, para expandir los horizontes de mis dudas y mis inquietudes siempre indiscretas y dispuestas a socavar todas esas creencias trasmitidas. Leí libros(y todavía lo sigo haciendo) para adquirir poco de esa locura que trastornó a Don Quijote, de esa locura afiebrada de letra impresa que tiende a trasmutar todo en una metáfora de que fragmenta todo esos cánones. Especie de espejos repetitivos, de la realidad. Leí libros por un irresistible amor por las palabras.

Este amor a las palabras escritas es un amor (un discurso amoroso escribiría Barthes) que permite tender otras redes amorosas hacia las cosas, la naturaleza, los animales y otros seres humanos. Amar la palabra escrita es amar este mundo lleno de faltas ortográficas y políticas, de este mundo que reclama de nosotros mucha imaginación, sensibilidad y solidaridad.

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