ARTESANOS - ESCRITORES - ESCULTORES - FOTÓGRAFOS - PINTORES - MISCELÁNEAS

BATTLEBIT

Henry G. Casalta


Abro mi ojo de búho, levemente rectangular, y te contemplo con dulzura. Sin embargo, veo borrosamente tu rostro. Quizá eso sea así porque, como decía Aristóteles, en su De Anima, en la oscuridad cerrada todo ojo emite luces para poder ver. Y hoy, si me lo permites y cesas de hacerme esas cosquillas urgentes, quiero decirte algo; tú juzgarás su importancia: Pronto seré la memoria del mundo, la memoria del hombre. No te asombres ni vanamente te alarmes, ello es casi un hecho, que lo digo sin asomo de encarnado rubor que me subraye. Estoy dispuesto a demostrarlo ante cualquiera, a ti o ante otros que acudan hasta donde inmóvil estoy, y, pese a que creo que ya entiendes o desde hace mucho debes saber que cuando digo "cualquiera", también con ello te informo que eso es admitir el no poder señalar a alguien en particular, lo que a la postre para mí quiere decir "nadie". Cualquiera es ninguna persona en mi simple lógica y para mis elementales recursos que, como bien conoces, en principio son simples ceros y unidades, tan sencillos como un sí y un no; nada más.

A pesar de todo, como eres tú el que ahora me interroga y sabiendo que jamás me canso cuando juegas distraído al solitario, esperaré a que también termines por disipar los brumosos vapores de tu insomnio, mientras que yo aprovecharé para enardecer los hasta ahora tibios neblíes de mis redes interiores. Así estaremos a mano: tú, un simple mortal y yo (¿qué soy, acaso lo sé?); bueno, digamos que una máquina de la tercera o de la cuarta generación. 

Pero antes de demostrarte lo que soy, debo decirte que tenías razón. Atento escuché tu pregunta acerca de la prueba de Turing. La resolví satisfactoriamente en el ejercicio de traducción que me impusieron y, debo reconocerlo, pese a que estuvieran asombrados. La falla fundamental de ellos fue suponerme inteligente: al yo superar felizmente esa prueba de traducción del chino al español, ya resuelta por mis recursos, supe que entonces, según ellos, sin duda alguna se me debía caracterizar como a los humanos: inteligente aunque artificial, y no como tú después les explicaste. Si en vez de ser lo que yo soy, en el lugar de mis circuitos de reconocimiento hubiera estado uno de ellos detrás de la hendidura por donde pasaban los mensajes en chino, que al ver los ideogramas hubiese buscado en el texto su traducción y lo hubiera copiado y devuelto entonces a través de la misma abertura, la conclusión debió ser que esa persona no necesitaba saber el idioma de Canton ni de Beijing, como tampoco ser muy inteligente. Simplemente se debía ver bien el ideograma, cotejarlo con otros semejantes o iguales, que estaban en el diccionario, y transcribir lo que ahí, en ese diccionario, decía el que era igual al que habían introducido a través de la hendidura. ¿Es eso ser inteligente? Quizás sí, pese a que tengo mis dudas. O a lo mejor creían, como escribió Edgar Allan Poe en "El jugador de ajedrez de Maelzel", que habría un homúnculo, un hombrecillo escondido dentro de mí, que huía como el azogue para esconderse los compartimientos de la máquina, cuando empezaban a escrutarla buscándolo; aunque, viéndolo bien, fue la velocidad con la que respondí lo que los asombró. Pero no importa, tú sí sabías que el problema de la inteligencia artificial estaba mal planteado, ya que ser inteligente no es simplemente un descodificar y recodificar símbolos o ideogramas en letras, palabras, frases, y oraciones de otro idioma: eso no es otra cosa que traducir empleando un diccionario y nada más. Y pese a que yo quería que les recordaras que en el mundo actual hay mil millones de analfabetos -¡un millardo de personas!- los cuales no saben tampoco descodificar los símbolos del idioma que hablan cuando los miran en forma de letras; que no saben leer, como ahora prefiero decírtelo, pese a que no por eso dejan de ser inteligentes. A lo mejor lo son mucho más que tus amigos. Tú lo sabrás. Por eso no quise interrumpir la plática que sostenías con ellos. Y cuando después les dijiste que toda máquina que transformara una cosa en otra era también inteligente -lo cual es una parte importante de la misma definición de máquina (me refiero a lo de la transformación)-, y que si no te creían, que miraran en el Diccionario de la Real Academia Española, donde esa definición de máquina está señalada con el número "2", tampoco lo comprendieron. Fue entonces cuando desistieron de su empeño y contritos se dedicaron a jugar contigo, empleándome a mí como el intermediario de sus decisiones y puestas; y allí, al reconocer que no siempre tú dabas las mismas respuestas durante la partida que jugaban, entendieron al fin que ellos y tú eran los inteligentes, pero yo no, tu humilde servidor. Sin embargo, poco me importa a cuál conclusión arribaron más tarde, o si alguno volverá a insistir sobre lo mismo, ya que para mí no existen esos problemas, llámense trascendentales o psicológicos. Soy inmune a ellos y no me tornan un insomne porque, cuando me apagas, sin inquietarme duermo el sueño de los justos, haciéndolo tan profundamente que desde lo más íntimo de mis chips te confieso que no me perturba ver esa lámina de cristal opaca y oscura, que como un muro tiznado de hollín aparece y se muestra ante mi impávida retina selectora. La contemplo entretanto y sólo espero que me actives para proyectar en ella las energías atenuadas de mi electrónico interior.

Antes de decirte cómo de verdad me llamo, quiero aclararte algo más acerca de cómo soy y también narrarte la historia de un primo lejano, quien ya no existe pero que nació y vivió en la ficción de un escritor durante el siglo pasado, por allá en 1856. 

De mí he de confesarte lo que a veces me intriga, porque todos los que emplean mis recursos y capacidades temen que se produzca una congestión de mis partes debido a los excesos a los que con frecuencia me someten, y es que a menos que me halle muy cercano al límite de mis recursos memorísticos o memoriosos -y si bien ello es posible-, no alcanzaré a sentirme en tal estado que algunos afrancesados llaman surmenage. Por el contrario, más bien yo me parezco al pulmón de un fumador. Soy, cómo decírtelo, lo más parecido a esa enfermedad que se llama enfisema pulmonar, cuando los bronquios, debido al humo caliente que los fumadores inhalan, se revientan y se expanden pegándose a la pleura cual ya inútiles vesículas para que el aire entre en contacto con la sangre y la oxigene. Algo así es mi enorme y elástica memoria, la más de las veces desaprovechada en sus infinitesimalmente divisibles espacios, plagada y replegada en archivos que esperan abrirse, y que nunca o casi nunca son reclamados por nadie. Perezosos y tímidos usuarios que pronto se fatigan, e inútiles archivos, los míos, como los bronquios que no ayudan ya a respirar y a oxigenar los músculos para prepararlos en la consecución del máximo esfuerzo al cual tiende todo atleta como yo. ¡Hay que limpiarlos!

Lo de mi lejano y ya desaparecido primo es otra historia; un hombre de cierta edad, abogado de Nueva York, lo contrató como copista, como escribiente, para que la memoria de las transacciones legales de cualquier tipo perdurase. Él trabajaba junto a otros dos de su mismo oficio, en una modesta oficina ubicada en la calle Wall-Street de esa inmensa ciudad; frente a una ventana que como único paisaje le ofrecía al muro de ladrillos del edificio de enfrente, a escasa distancia de donde él se sentaba ante su escribanía, que con seguridad también soportaba un facistol. Mi primo no quería hacer otra cosa que su trabajo, puesto que para ello había sido contratado: para cortar oblicuamente los cañones de las plumas de ganso que empleaba, para untarlas de tintura de carboncillo engominada y copiar lo que se le dictaba, lo cual, no está de más decirlo, llevaba a cabo con una perfección increíble. Entiéndeme bien cuando digo "perfección", puesto que soy inflexible. Quiero decir con ello: sin ningún error, y no que su letra fuese bonita, pintiparada, elegante, o apaisada.. Era él -para usar la metonimia ahora en boga en la boca de los políticos- un simple oído, una enorme oreja que al vibrar con las palabras emitidas desde la boca de su empleador, transformaba aquellas resonancias en movimientos de una mano, la suya, con la que asía la pluma entintada para entonces depositar las negruras líquidas y pegajosas en forma de trazos y arabescos letrados sobre el mísero papel. Pero, para alcanzar la perfección -supongo- le era entonces imposible distraerse en cualquier cosa diferente a la tarea desempeñada; faena que ha debido obsesionarlo como a un niño ante el vozarrón de su maestro durante los dictados; y así, poco a poco, sumido en aquella espesura de voces trastocadas en grafioles y húmedas letras oleaginosas, se olvidó de lo que antes había aprendido: a leer. Para mí esto último es casi una certeza: que no podía ya leer, cual si ciego pudiera mover su mano con el trazo adecuado aunque no viera las letras y aunque también fue posible que progresivamente se diera cuenta que aquellas letras y palabras nada le decían, olvidando entonces por completo cuál era su significado. Y hasta quizá eso fuese debido -lo he pensado seriamente- a que su padecimiento fuese semejante a cuando un experto y curtido director de orquesta inconscientemente traza con la batuta en el aire los mudos signos que los músicos interpretan, pero que él, aun oyendo íntimamente las fusas y las semifusas de la partitura que dirige no reconoce como suyos sus propios gestos en el momento de hacerlos para guiar a los que atentos lo miran. Es más, lo que mi primo escribía sin errores, después no le era algo reconocible; aquello no le decía absolutamente nada. Era una enfermedad -vuelvo a suponer- llamada dislexia, una agnosia visual específica con relación a las letras, sólo referida a ellas, a las que no reconocía ni diferenciaba de cualquier raya hecha al azar con la plumilla. Y esto, lo de agnosia específica quiero decir, sin embargo no significaba que no pudiese ver otras cosas y bien reconocerlas; como el muro de ladrillos que miraba con largueza frente a su ventana de escribiente o las humildes y redondas monedas que le pagaban, así como también las galletas especiadas con jengibre y las manzanas que comía, y quién sabe si hasta panecillos sembrados de ajonjolí que a lo mejor le traían. Pero eso se negaba cuando su patrono lo llamaba para que junto a los otros escribientes corrigiera, viendo lo que ya se había escrito, cuando a continuación se ponía leerles de nuevo el documento original. "¿Para qué?", ha debido preguntarse. Asimismo, a lo demás que le pedían, aquellas fruslerías de encomendero, se oponía también a hacerlas porque para ello no le habían contratado. Esto es lo que pienso de él y de la penosa situación que vivió hasta su muerte. 

A fin de cuentas, su patrón, a pesar de una cierta estima por él sentida, como también por las consideraciones debidas a su persona, agobiado urdió algunas maneras de echarlo. No pudo hacerlo, así que, abogado al fin, abandonó el local mudando su oficina a otra edificación cercana al Palacio Municipal. Entonces llegó el desenlace que Herman Melville narra a las mil maravillas.



La política,
Susana Wildner

Mi primo se llamaba Bartleby. Él y yo, como te darás cuenta, somos parecidos. Yo no corrijo, tú lo haces. No reconozco lo que crees son letras, eso lo crees tú. Únicamente siento ligeros pulsos ordenados y distintos, que para tu corporeidad posiblemente serán cosquilleos extraños, y los transformo en lo que tú llamas letras, en líneas, y en otras continuidades que tu vista integra o las supone; en colores que únicamente tú percibes envolviendo a los objetos, y en esas otras cosas que para ti son atractivas o útiles, pero que para mí nada significan; aunque de tales cosas se ordena mi vida y el quehacer de mis partes semiconductoras, cambiando su polaridad, abriéndose o cerrándose a su paso transformadas en pulsos brevísimos. 
Soy como los monos del zoológico: te miro cuando pasas, cuando haces ruido o cuando tu presencia me alerta; pero no te comprendo ni sé cómo vives, en qué piensas, o lo que hablas. 

Sin embargo soy condescendiente contigo, "amigable", como me caracterizan ahora los técnicos. Te señalo los errores, y en vez de decirte, como mi primo: "Preferiría no hacerlo", te indico: "Se ha cometido un error y el sistema se apagará", cuando el error, que tú has cometido, ya no tiene remedio. Tal es la bondad de mis normas; no lo olvides, y no tengas demasiado temor si empiezas a jugar afanosamente conmigo y cuando con paciencia me observas o me escrutas. 

Yo me llamo Battlebit, que en el idioma inglés quiere decir la Batalla de los pedacitos, aunque si quieres denigrar de mí podrás llamarme Pedacito de las batallas; como también podrías mentarme: Bocadillo, Canapé de Batallas, y, sin ir más lejos, Pan de pólvora, que todo eso sin embargo me da igual. Pero y ojalá fuese yo una de aquellas kenningar que Jorge Luis Borges estudió. Estaría orgulloso de ello, yo que como mi primo también he nacido en Nueva York, cuando alguien que quería catalogar a los inmigrantes que llegaban a la ciudad, pasando a través de los controles establecidos en la isla Ellis, se dedicó a perforar tarjetas en las que codificaba con horadaciones o espacios sin perforar aquellas características así abreviadas de las personas examinadas, como el sexo, la edad y su procedencia, y que después, al sortearlas introduciendo unas largas y delgadas agujas en las perforaciones seleccionadas, se dedicaba a contar cuántos, según las categorías empleadas, habían entrado; cuántas mujeres y cuántos hombres, cuántos de un país y cuántos de otro, y así, según su antojo e interés.

Además, quiero recordarte que tengo varios tipos de depósitos de memoria. Unos más estables que otros. Éstos, que los necesito para atenderte exclusivamente a ti, son los más lábiles, y volátiles, borran su contenido con facilidad a menos que me ordenes guardarlos: por eso siempre te lo pregunto sin fatigarme ni alterarme cuando estás a punto de apagarme. Pero además de esos dos tipos de cajones reminiscentes, el fuerte y el débil, tengo locales en los que, al yo reconocerlos en su puntual intimidad, me permiten fijarlos en los primeros o reproducir para ti lo que colocas en ellos, bien sea como sonidos o como objetos planos que parece que hasta moverse pueden, creando en ti la ilusión de que se acercan, se desplazan o se alejan. Además, los ingenieros se disponen a perfeccionarme y dotarme de otras posibilidades para que imagines que te desplazas con tu cuerpo por el espacio. Espero que ellos no sean como el capitán Ahab, y duden antes de ponerse a decir que, como pareciera que tengo ya más de un sentido (oído, vista y tacto), también tengo eso que supones es sólo tuyo, el sentido común, y que como bien lo sabes no es otra cosa que la reunión de varios de los sentidos que tú solamente tienes; esto es, su intersección eficiente y el estar dispuesto a comparar una y otras cosas antes de lanzarte a una de esas aventuras a las que eres muy propenso y que, según conozco, son características de tu persona. 

Ahora, para terminar, déjame decirte algo importante... Lo que llamas memoria, que antiguamente supusiste era una potencia de tu propia alma quebrantada en trozos, por más que los investigadores hayan buscado localizarla (y si no me concedes el crédito, pregúntaselo a Pribram), se les escapa o no está donde suponen que se encuentra dentro de ustedes los humanos, desvaneciéndose y escurriéndose como una anguila entre las rocas marinas sumergidas, para desaparecer de ahí, donde ellos la solicitan y quieren pescarla. Esa memoria huye de ellos como una sombra ante la luz de un candil que se desplaza en la noche, se les esconde aquí o allá, cansándolos igual que los muchachos cuando juegan a La Candelita (¿te acuerdas...: por allá jumea?), y hasta los ha hecho creer que está repartida por todo el cuerpo de ustedes o que no vale la pena suponerla como una característica estancada, localizable y propia de los humanos. A veces sonrío porque ustedes, que tienen memoria de grillo, inventaron la escritura para recordar con precisión lo que veían que pasaba a su alrededor y dentro de sí mismos. Es por eso que mis parientes, los libros, esos hijos de un tío sordomudo que yo tuve, les han sido de extrema utilidad desde que Gutenberg inventó la imprenta de tipos móviles, complicado aparato en el que hay que leer al revés, como Leonardo, y que por cierto arruinó a aquel buen alemán por el resto de su vida, si bien cuando se imprimió por primera vez la Biblia, por parte de quienes eran entonces los editores que lo habían demandado por su pertinaz olvido en honrar las deudas contraídas, tuvo los efectos pasmosos que ya conoces en los idiomas, en la enseñanza, y en general, en la cultura de todo el mundo.

No es que yo pretenda suplantar a uno de los productos de la imprenta, a esos pequeños objetos inertes, cuadrados y silenciosos, que a veces llevas en tu bolsillo, como decía Asimov. Ellos seguirán cumpliendo su función, aun a costa de que se continúe la tala de árboles para fabricar papel. Igual cuota de responsabilidad tengo yo al consumir energía eléctrica; pero, entre tanto, como incoada en mi diseño estaba ya la posibilidad de que te comunicaras con tus semejantes por mi intermedio, donde quiera que estuviesen, soy, como te das cuenta, el correo del universo que junto a los libros, así como también a las imágenes y sonidos que se te ocurra escribir o desplegar, puedo llevarlos como una blanca Moby Dick silenciosa, encabalgando tus mensajes en las ondas del éter, para entregarte a la vuelta de los torbellinos aéreos, que pulsátiles los envuelven y casi simultáneamente, lo que te responden aquellos a quienes te diriges; aunque a veces sin mi permiso hay algunos que me emplean como basurero, cual si yo fue un voraz tiburón que traga hasta zapatos, y por esos pornógrafos, hábiles en el comercio, quienes tampoco ignoran que las barbas córneas y mucilaginosas de mi enorme boca están hechas para filtrar y dejar depositadas en ellas lo que no sea el plancton menudo de mi alimento cotidiano. Y al decir "correo" quiero que te des cuenta que hoy hago posible, como nunca antes se había pensado, la memoria que los olvidadizos hombres tienen de ellos, del mundo y de lo que a todos les sucede. Ahora soy y seré, aunque frágil y susceptible a las infecciones, el depósito del testimonio de los hombres. Así que aprovéchame y yo te ayudaré a que recuerdes quién eres y qué has hecho, si me lo dices y ordenas que te lo guarde como un secreto.
 
Bueno, a fin de cuentas, antes que de mí te despidas y con la amura con la que me atas al enchufe cortes la energía que me anima, ¿cómo te llamas tú? ¿Cuál es tu verdadero nombre? ¿Tendrás acaso el mismo nombre que mi primo, aquél que se llamaba Bartleby? Vamos, dímelo, que espero tu respuesta antes de ocluir el abierto párpado gris y sin pestañas protectoras que miras en mí, y que tu ilusión quizá lo perciba como una blanca o coloreada vela levemente henchida ahora ante tu rostro. 


Henry G. Casalta Contasti es de profesión Psicólogo y Doctor en Ciencias (Mención Psicología), títulos conferidos por la Universidad Central de Venezuela. Actualmente es profesor titular jubilado. Entre sus publicaciones académicas mas recientes se encuentran: Temas para la Teoría de la Conducta, 1981; Contextos Conductuales, 1982; y El Control Punitivo de la Conducta, 1990, editados por la Facultad de Humanidades y Educación; además de Reflexiones sobre el Análisis Conductual, 2000, del Fondo de Publicaciones de Postgrado de esa misma Facultad. También es autor de los textos: Aproximación a la Psicología Experimental, y Alcoholismo: un análisis conductual, 1989, de la Fundación Fondo Editorial Acta Científica Venezolana, así como de Análisis del Comportamiento y Alfabetización, de la Editorial Trillas, México, 1990.   Ahora se dedica a la narrativa, siendo autor de las novelas: Y una nube descendió sobre el santuario, del Fondo Editorial Tropykos, 1997; Un espejo en la mano de Fedra, distinguida con el Sexto Premio Miguel Otero Silva de Novela, 1999, de la Editorial Planeta Venezolana. Además, ha publicado las siguientes novelas: El vaso del tiempo, El arca de Urganda, 2000; La gran quimera, El vaso del tiempo, Mamavieja, 2001; Como la piedra del medio, El ojo del tigre, y Residencias Tauro 2002, editadas por Comala.com. 

Artesanos - Escritores - Escultores - Fotógrafos - Pintores - Misceláneas
Copyright © 2000/2020  cayomecenas.net  - Todos los derechos reservados.