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LAS MANOS

Mabel Irma Fernández Albelo

La noche goteaba en los cristales soledades que cuajaban en el alma.  La ciudad era un enorme silencio allá abajo, donde las calles reptan hasta ahorcarse en las cortadas. Sellando cada partícula de la pieza la niebla pugnaba por entrar arañando la ventana. La última lamparita se había quemado y sólo le quedaba una vela. Todo lo que lo rodeaba había dejado de ser para mutar en sombras que caían y volvían a levantarse al ritmo de la respiración sobre la llama.

En la madera gastada de la mesa dibujó sus manos.   Separadas de él parecían otras.   Ajenas, inmutables.   A la luz de la penumbra eran una sola mano desdoblada.   La derecha reflejaba formas puras de lineando su existencia: carpo, metacarpo, falanges y tendones subterráneos velados por el movimiento de la línea y del volumen.   Carne en la muñeca, lados, palma y reverso. Uñas cristalizadas como brotes de esqueletos.   Carne muerta alguna vez mensajera de caricias y otras veces duro puño en la pelea.   Carne muerta.

La izquierda palpitante era la esencia bosquejada en el color.   Imagen y semejanza de una forma que nunca reclamó tener y que no tuvo.   Era la fuerza interna.   El ánima móvil de los actos sin tiempo.   Viva siempre e inmune a las horas, los acasos y los miedos. Resucitada siempre por sí misma.   Eterna siempre.   Siempre por siempre.

El día evaporaba el dibujo y el humo estertóreo de la poster candela.   Sacudió la cabeza para secar las lágrimas que le arañaban la cara.   Abajo amanecía la vida en murmullos ciudadanos.   A pesar de todo estaba vivo.

Caminó los pasos que lo separaban del caballete.   Tomó el pincel con la boca, lo hundió en la paleta y comenzó a esbozar sobre la tela dos manos…  Una sola mano desdoblada.

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