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AMOR A LA CARTA

Roger Vilain

 

Es cierto que vivimos tiempos de velocidades. Velocidad en la ciudad, velocidad en las máquinas, en la producción, en el día a día. Somos los protagonistas de una época presurosa que como tal impone sus condiciones, y una de ellas, por cierto, es la esclavitud: hoy por hoy, el peso del apuro doblega sin ninguna compasión.
Pero como las paradojas están ahí para lo que son, fíjese pues que en nuestro caso aquello que en teoría debió constituir figuración primera vino a ocupar los últimos lugares de la fila. Me refiero a que en los planos personales, en la esfera del cada quien y, al fin y al cabo, en lo verdaderamente humano, la rapidez ha brillado por su ausencia.

Las noticias, si cabe aquí una línea ilustrativa, se mueven como la luz. Basta un solo hecho digno de ser contado para que en segundos le dé la vuelta al mundo. Basta, por ejemplo, que alguien patee un balón con puntería para que en instantes millones griten el golazo a coro. En general consumimos nuestras vidas fuera de ellas mismas, prisioneros de la celeridad que nos engulle, y como nuevos Hermes pasamos el tiempo capoteando ligerezas. Éstas van, éstas vienen, hasta que una verdad nos para en seco: la lentitud que bulle en nuestro fuero interno. Entonces de la piel para allá hay un huracán, mientras que de la epidermis para adentro la cámara lenta impone ritmo de elefante. Aquí saltan, cual conejos, los divanes, el lexotanil, los libritos de autoayuda y los horóscopos.
Época impersonal, la pantalla y el "click" dominan al verbo compartir, al verbo conversar. La gente deambula en su portátil torre de marfil, y siempre "desde afuera" vive el vértigo, la presteza, la aventura ilusoria de todos los días. El desencuentro con el yo (y con el otro) finalmente hace estragos, al punto, nótenlo ustedes, de que lo que nos rodea bien hace recordar el mito caverniano, el de Platón, en el que sólo sombras se perciben. "Sombras nada más", afirma la canción, y la verdad es que la coincidencia da qué pensar.

Pocos hablan por hablar en la calle o en los supermercados. Adiós a aquél "dolce far niente" que los sabios italianos alguna vez trataron de enseñarnos. Cada quien es su cada cual. La mayoría desconoce al que vive al lado, a su vecino. ¿El amor?, novedosamente cibernético, ardoroso, vía internet. En esta era de incontenible prisa, de suculentos adelantos, enamorarse cabe en dos tecleadas y un chateo, moderna forma entre nostálgica y burlona de recordar aquellas cartas (acaso alguna vez impregnadas con la huella de una lágrima) donde papel y tinta eran los protagonistas. 

Cartas de amor o amor a la carta, lo cierto es que ahora, con sólo oprimir el botón del encendido, cada vez son más lo que se echan en brazos del cupido de estos tiempos; amores de más o amores de menos, de igual modo facilitan el contacto mínimo, la conversación a distancia, la innecesaria presencia de abrazos y demás tratos cara a cara. 

¿Sublimes cosas del presente?, pues sí. Qué le vamos a hacer.

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